Vía El País.
La vuelta a México de una pieza arqueológica saqueada evidencia los límites de las políticas de devolución del patrimonio robado
Jon Martín Cullell / México 24 ABR 2019 - 03:48 CEST
Algún tiempo después de aquella foto, un grupo de saqueadores limó los pedazos para luego empacarlos y venderlos fuera del país. Una esquina de la estela acabó decorando la pared del departamento de un coleccionista privado en la costa este de Estados Unidos. Hace unos tres años, el dueño supo que ese pedazo de piedra provenía en realidad de un saqueo y se comunicó con la galería de arte de la Universidad de Yale para devolverla. Este centro se demoró hasta octubre pasado para alertar a la diplomacia mexicana de la ubicación de la pieza perdida. Finalmente, el enorme trozo de piedra caliza sacada de la selva de Chiapas volvió a Ciudad de México hace poco más de una semana, en un vuelo comercial desde Nueva York. Pese al éxito de la repatriación, su retorno muestra paradójicamente los límites de la política de recuperación de patrimonio del Estado mexicano.
El regreso del fragmento supone un buen inicio de año para la recuperación de patrimonio robado, cuyos frutos en la última década han sido muy variables, según muestran los datos proporcionados por el INAH a EL PAÍS. En 2008 se restituyeron unas 900 piezas, pero en 2011 no hubo ninguna. Un año después, el número se disparó hasta superar las 5.000 y en 2013 volvió a caer en picado a algo más de una decena. “No es constante, depende del año”, explica el arqueólogo Alejandro Bautista, quien desde el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) ha participado en estos esfuerzos. “Lograr que se restituya implica un proceso diplomático, judicial, administrativo, académico…”, justifica.
En el caso de la estela de La Mar, se ha tardado varias décadas. Los arqueólogos consultados no recuerdan una restitución tan importante desde el Bajorrelieve de Xoc, una piedra labrada de época olmeca interceptada en una casa de subastas en París y devuelta a México en 2015. Recuperar estelas, las lápidas conmemorativas que los antiguos mayas esculpían para dar testimonio de acontecimientos importantes, es una rareza. “Generalmente son figurillas o vasijas; nada tan espectacular como una estela”, asegura Bautista.
El explorador Teobert Maler, fotógrafo de ocasión, pudo ser uno de los últimos en verla en su hábitat original. Después de luchar para el fugaz Imperio mexicano de Maximiliano de Habsburgo, Maler se dedicó a documentar las ruinas mayas del sur del país. En 1900 visitó el yacimiento arqueológico de La Mar, en el Estado de Chiapas, donde fotografió la estela. Algunos años después de Maler, no se sabe cuántos, llegaron los saqueadores. La primera mitad del siglo XX fue una época dorada para este gremio y rica en historias de expolio gracias a la falta de protección de los yacimientos. En este contexto, las vistosas estelas mayas fueron un botín jugoso.
El arqueólogo Alejandro Tovalín, de la oficina del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en Chiapas, explica la mecánica del saqueo: “La piedra caliza es relativamente suave. Se usaba una sierra para sacar un corte de unos seis centímetros de grosor y los fragmentaban en pequeños cuadrados; muchas veces bajo pedido. Bastantes estelas fueron destruidas en ese momento”. Bien troceadas, acababan decorando los salones de coleccionistas europeos o estadounidenses, como fue el caso del Bajorrelieve el Xoc y del fragmento recuperado.
A pesar de la falta de registros de muchas de las piezas robadas, los esfuerzos de restitución han empezado a cosechar éxitos modestos en la última década. El azar y la buena voluntad han jugado un papel importante. Algunas piezas han sido recuperadas gracias a investigaciones policiales extranjeras -México tiene sendos acuerdos bilaterales en este ámbito que facilitan la devolución de las piezas robadas una vez encontradas-, pero lo más común es que los dueños o sus descendientes las devuelvan voluntariamente. “De las 42 piezas recuperadas en 2018, 38 fueron retornos voluntarios y cuatro decomisos policiales”, apunta como ejemplo Alejandro Bautista, del INAH.
Juntar los fragmentos
Hace unos tres años, un coleccionista estadounidense cuya identidad no ha trascendido se puso en contacto con la Galería de arte de la Universidad de Yale. Desde 1966 tenía en su domicilio particular una esquina de piedra labrada de 45 centímetros de ancho, 74 de largo y siete de grosor, que pertenecía a la estela fotografiada por Maler hacía más de 100 años. “Mientras consultaba unos archivos él vio la imagen y descubrió que formaba parte de una pieza mayor”, explica Laurence Kanter, el galerista que participó en la operación. “Entonces se comunicó con nosotros para pedirnos ayuda. Nos dijo que quería reunirla con los otros pedazos, pero que no sabía cómo hacerlo”.
La galería ya había ayudado a víctimas del Holocausto a recuperar obras de arte confiscadas por los nazis, pero era su primera experiencia con arte prehispánico. Y esta vez se trataba de devolver, no de recuperar. Kanter se comunicó con el Consulado de México en Nueva York, una mole grisácea en pleno Manhattan. La noticia pasó entonces del Consulado a la Secretaría de Relaciones Exteriores en la capital y, de allí, al INAH. El arqueólogo Alejandro Bautista viajó en octubre a Nueva York para hacer un primer diagnóstico y supervisar el embalaje de la pieza.
Cinco meses después de ese viaje de reconocimiento, la esquina de estela ha pisado tierra mexicana y ha sido inscrita en el Registro de Bienes Culturales, una especie de acta de nacimiento. El paradero de los otros cinco fragmentos sigue siendo un misterio. La forma del corte de la esquina restituida podría dar alguna pista. “Si el corte es homogéneo, el resto podría estar escondido en alguna colección. Si es irregular, es posible que hayan sido destruidos”, aventura Tovalín. ¿Pero qué posibilidad hay de una reunión de los cinco pedazos? “Es muy complicado...”.