28.1.15

El desafío de integrar nuevas tendencias: la economía colaborativa, por Antonio Cañabates



Vía El Periódico.

La economía colaborativa no es un fenómeno nuevo, pero las recientes polémicas despertadas por plataformas como Uber o Airbnb la han puesto de actualidad y son objeto de debate público. La economía colaborativa, también llamada a veces de la compartición, entre pares o consumo colaborativo, aprovecha las posibilidades que ofrecen las tecnologías de la información para que personas, empresas, administraciones y organizaciones sin ánimo de lucro superen las fricciones que impiden compartir y reutilizar recursos que de otra forma están desaprovechados o infrautilizados. Internet como tecnología socializadora y la ubicuidad de los dispositivos móviles están llevando a otro nivel la capacidad de compartir información sobre la oferta y la demanda de esos recursos ociosos. Pero la economía colaborativa va más allá de algunas famosas start-ups; cuando dos personas comparten vehículo para ir al trabajo diariamente, están aprovechando un recurso infrautilizado. Para que esto suceda no es imprescindible la intermediación empresarial, plataformas sin ánimo de lucro como www.fesedit.cat lo hacen también posible.

Hasta aquí todo parecen ventajas. Diversos informes y organizaciones otorgan cifras milmillonarias y en rápido crecimiento al impacto de este fenómeno. Las cifras de financiación captadas por algunas empresas son una muestra. Uber ha cerrado una ronda de financiación por 1.200 millones de dólares. Pero como todo fenómeno disruptivo, la economía colaborativa necesariamente altera el statu quo de las relaciones de producción y distribución preexistentes en la economía tradicional. La disrupción afecta la regulación de aquellos sectores que son objeto de flexibilización con la llegada de nuevos modelos de negocio. Como es de esperar las empresas tradicionalmente establecidas ven una amenaza para sus negocios en el aterrizaje de nuevos competidores que operan con nuevas reglas. Las asociaciones de taxistas en el caso de Uber y la patronal del sector turístico en el de Airbnb han reaccionado con distintos argumentos y el hecho de que se haya prohibido la operación de estas nuevas plataformas en algunos países europeos sin duda no es ajena a su capacidad de presión.

Las empresas tradicionalmente establecidas están sometidas a regulaciones y a tasas e impuestos que los nuevos actores parecen poder sortear. Se invoca el argumento de la competencia desleal y del peligro la desregulación para la calidad del servicio que recibe el consumidor. Y en parte no les falta razón, pero no todo es blanco o negro. Si los nuevos modelos de negocio aportan mayor aprovechamiento de los recursos y sus usuarios parecen contentos, no parece la mejor opción descartarlos. Mientras algunas regulaciones suponen una barrera de entrada y protección para las empresas establecidas, otras garantizan los derechos de los consumidores y la calidad de los servicios. El no a todo no parece la opción más racional y no es viable a medio plazo. Pero tampoco lo es aceptar una desregulación unilateral de facto, especialmente cuando afecte a la protección de las garantías de los usuarios. Los conflictos deberán resolverse permitiendo la oferta de estos servicios dentro de los parámetros reguladores que cada sociedad decida. Y, sin duda, la regulación debe evolucionar para adaptarse a las nuevas realidades.

Algunas de estas empresas son meras facilitadoras de la prestación de servicio entre particulares. Los particulares que alquilan una habitación a través de Airbnb u ofrecen un transporte a través de Uber no son empleados de estas empresas. Se trata de servicios comerciales con contraprestación económica y los individuos que los prestan deben satisfacer las obligaciones tributarias correspondientes. Sin embargo, el seguimiento fiscal de estas nuevas microactividades no es nada fácil sin la colaboración expresa de las plataformas que los intermedian. En sus bases de datos almacenan detalladamente quién presta qué servicios y a qué precios. La colaboración activa de estas empresas con la administración tributaria es la fórmula que permitiría superar este obstáculo. También será necesario reformular algunas tasas e impuestos para adaptarlas a este tipo de microactividad económica. Por otra parte, estas empresas transnacionales pueden fácilmente operar mecanismos legales que facilitan minimizar la tributación sobre los beneficios de la actividad que operan. No es una novedad, las grandes empresas tecnológicas ya utilizan fórmulas de ingeniería financiera -como el double irish- para no pagar prácticamente impuestos en nuestro país. El reciente caso de Luxleak ha puesto de manifiesto que el problema no afecta solo a empresas tecnológicas. Las empresas de la economía colaborativa pueden suponer un paso adicional en esa tendencia que erosiona la capacidad recaudatoria sobre las rentas de capital.

La crisis ha facilitado el auge de este tipo de modelos de negocio. La posibilidad de obtener ingresos a través de estas plataformas supone un alivio económico para muchos individuos. Pero en la medida en que la demanda de servicios es finita, la entrada de nueva oferta afecta negativamente a las empresas establecidas y al empleo que generan. Cabe preguntarse si no se estarán transformando esos empleos perdidos en empleos precarios seudoautónomos y pequeñas y medianas empresas en plataformas multinacionales que los coordinan.

Por último, no hay que olvidar que poner puertas al campo indiscriminadamente sitúa al país al margen de la innovación. En nuestro país existe mucho talento y se crean start-ups tecnológicas, también en este ámbito. Sharing España, asociación que reúne un buen número de estas empresas, citando un estudio realizado por Consumo Colaborativo, cifra en 45 millones de euros las inversiones recibidas por empresas españolas en el 2014.

La economía colaborativa no solo está de moda, sino que ha venido para quedarse. La opción de marginarse de esta tendencia no parece viable; la de entregarse sin condiciones a los requisitos impuestas unilateralmente por algunas multinacionales tampoco es deseable. El fenómeno tiene aspectos positivos y negativos como es de esperar. Nuestra sociedad tiene el reto evolucionar y de integrar inteligentemente esta tendencia que, sin duda, tiene potencial para mejora el bien común y este, en definitiva, debe ser el objetivo que guíe el camino a seguir.

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