Vía El Cultural.
Prada Poole: la arquitectura perecedera de las pompas de jabón
CAAC. Avda. Américo Vespucio, 2. Sevilla. Comisario: Antonio Cobo. Hasta el 1 de septiembre
INMACULADA MALUENDA / ENRIQUE ENCABO | 26/04/2019 | Edición impresa
Exterior de Instant City, Ibiza, 1971
“[Harás] algo fuera de España”. En un monitor, a la entrada de la muestra, Paloma Chamorro conduce una tertulia televisiva en la que una pitonisa -que fuma como solo podía hacerse en un plató en 1979- aventura el porvenir de José Miguel de Prada Poole (Valladolid, 1938). Más de un millar de piezas y cuarenta años después, el cierre de la exposición individual que le dedica el CAAC de Sevilla le da la razón a lo grande, con las proyecciones de un cinturón orbital que alojará a la Humanidad entera, allende la atmósfera. Prada Poole: la arquitectura perecedera de las pompas de jabón supone el reencuentro con un arquitecto y profesor excepcional -en todos los sentidos de la palabra-, siempre a caballo entre la ciencia y el pensamiento ecológico avant-la-lettre. Comisariada por Antonio Cobo, da buena cuenta de su trayectoria en un delicado balance que asimila documento objetivo y obra artística radical. Esa buscada disolución alinea este empeño con iniciativas anteriores del museo, a la vez que acota, sin desvíos, la singularidad del pionero.
Con treinta años recién cumplidos, De Prada Poole encontró acomodo en los Seminarios de Generación Automática de Formas Plásticas del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid. En el edificio de la Avenida Complutense se anudó a una vanguardia memorable y efímera, de la que participaron artistas como Elena Asins o Soledad Sevilla, su pareja en la época -quien exhibe ahora varias instalaciones en el CAAC-, y compañeros de la Escuela de Arquitectura, como Ignacio Gómez de Liaño, Juan Navarro Baldeweg o Javier Seguí de la Riva. Con la ayuda de un computador cedido por IBM -un armatoste- persiguieron nuevas síntesis formales entre arte y tecnología. En su interés por la cibernética, De Prada Poole optó por una aproximación empática y reactiva a ese binomio, que germinó en rotundos algoritmos funcionales para los concursos de las universidades de Florencia o Alcalá de Henares (1970) pero, sobre todo, en el feliz descubrimiento de las posibilidades de un material ligero, barato y resistente: el aire.
A caballo entre la ciencia y la ecología, De Prada Poole descubrió las posibilidades de un material ligero: el aire
Las pompas de José Miguel de Prada Poole se hicieron internacionalmente famosas gracias a la oportuna coincidencia de su ingenio artesano con las inquietudes de una contracultura que observaba, suspicaz, el agotamiento de las reservas energéticas. Desde el Hielotrón sevillano (1973), una pista de patinaje entre olivares, Premio Nacional de Arquitectura en 1975, a la muy celebrada carpa de los Encuentros de Pamplona (1972), su catálogo de estructuras neumáticas ofrece afables respuestas a la cuestión del ecosistema finito enunciada por el visionario diseñador norteamericano Buckminster Fuller: la Nave Espacial Tierra. En este grupo ocupa un lugar privilegiado la Instant City, destinada a acoger en la ibicenca cala de Sant Miquel a los estudiantes que asistieron al VII Congreso de Diseño Industrial de 1971. Al igual que otras flexibles utopías de la época, como las de los vieneses Haus-Rucker-Co o los californianos Ant Farm -con quienes De Prada Poole ya coincidió en el CAAC hace una década-, los hinchables cobijaron a un grupo social en auge: la adolescencia y sus cercanías, ya sin guerras a la vista. En las fotografías, esos zagales saltan, montan en Vespa o blanden la cinta adhesiva con la que sellaron la precaria epidermis de tela de flotador. En este Edén sintético parece verano, aunque su entorno presurizado también congela el tiempo, como corresponde a una arquitectura menos futurista que perpetuamente generacional: siempre tendrá veinte años; lo único que cambia son los jóvenes, que van dándose el relevo.
Interior de Instant City, Ibiza, 1971
Esos ingenuos hippies serían, al poco, los yuppies que cambiarían el material de sus burbujas de finísimo plástico por ladrillo; una transformación social que, unida a la propia necesidad de evolución del arquitecto, determinó su marcha a Estados Unidos gracias a la obtención de una beca Fulbright. Entre 1981 y 1983, años de estancia en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), apareció otro De Prada Poole, ocasionalmente cercano al Land Art -como con el Túnel de Manrique, un gusano traslúcido en el paisaje (1983)- pero tan adelantado a su tiempo como antaño. Sus viviendas de emergencia en cartón -muy anteriores a las del Pritzker Shigeru Ban- convivieron con proyectos de telas tensadas que rasgarían, del invernadero al oasis, el pretérito autismo de sus atmósferas. Los nuevos patronajes y costuras, aparentemente más complejos, adaptaron, sin embargo, un tipo arcaico, el de la jaima, para alumbrar ambientes colectivos tan sutiles como el Palenque de la Exposición Universal de Sevilla de 1992. Hay cierta ironía en que la memoria de su creador resurja a escasos metros del lugar donde estuvo esa sombra, ya demolida.
Como indica el arquitecto en el texto que da título a la muestra, publicado en las páginas de El Urogallo (1974), deberíamos tener derecho a arrepentirnos, a que lo realizado no hipoteque a las generaciones futuras. Resulta, por tanto, sorprendente que suela desdeñarse el trabajo de José Miguel de Prada Poole por “fantasioso”, cuando su fijación por lo constructivo y lo racional indica justo lo opuesto. Se trata de un malentendido apoyado, probablemente, en el desconcierto que produce ese pariente excéntrico del arte que vertebra su trayectoria: el humor. Puede que esta vertiente no se explicite en las salas del CAAC, aunque hay sobradas pistas de su existencia: el índice gigante del Proyecto Dedo (1975), los asentamientos en un iceberg a golpe de soplete (1976), una máquina que acota las cualidades de la obra de arte (el Estetómetro, 1971) o ese mapa de un universo isótropo y homogéneo (1977), acaso una declaración sobre lo absurdo de nuestros planes. Los suyos no lo eran en absoluto. Mientras la catódica vidente se empecinaba en pronosticar su gloria, De Prada Poole se revolvía picajoso: “Lo que yo quiero no es tener éxito, sino desaparecer”. De ese equívoco trata la exposición: la supuesta víctima de los augurios era, en realidad, el auténtico profeta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario