Por Claudio Galeno-Ibaceta sobre la interacción del arte con la arquitectura, desde Antofagasta y el Norte Grande de Chile. By Claudio Galeno-Ibaceta about the interaction between art and architecture, from Antofagasta and the Large North of Chile.
26.7.19
Muere Rutger Hauer, el célebre replicante de ‘Blade Runner’, a los 75 años
Vía El País.
El actor, que pronunció uno de los monólogos más famosos del cine, fallece en su Holanda natal
Isabel Ferrer
La Haya 25 JUL 2019 - 15:29 CEST
Rutger Hauer, el más famoso de los actores holandeses a escala internacional, ha fallecido a los 75 años en la provincia holandesa de Frisia, tras una enfermedad fulminante. La muerte se produjo el pasado viernes, pero la familia no lo ha comunicado hasta este miércoles, una vez celebrado el funeral. Muy popular en su tierra desde 1969 gracias a Floris, una serie de caballeros medievales, el éxito de Delicias turcas, una trágica historia de amor entre un artista bohemio y una chica burguesa, nominada en 1973 al premio Oscar a la mejor película de habla no inglesa, le abrió las puertas del cine. Para el gran público, sin embargo, Hauer será siempre el replicante Roy Batty, cuyo monólogo final, Lágrimas en la lluvia, en la película Blade Runner (1982) ha pasado a la literatura de ciencia ficción como un testamento poético.
Hijo y hermano de actores, y con un punto de irreverencia que le permitió interpretar desde un aristócrata a un alcohólico ciego, Hauer ganó en 1987 un Globo de Oro por La escapada de Sobibor, un filme de la cadena británica de televisión ITV, sobre el levantamiento de los prisioneros en el campo de concentración del mismo nombre. En su país, trabajó a las órdenes del director Paul Verhoeven, uno de sus compatriotas más conocidos, en Floris y Delicias turcas. En 1977, se puso también a sus órdenes en Soldado de Orange, que retrata la influencia de la ocupación nazi de Holanda en la vida de varios estudiantes. Basado en la autobiografía de Erik Hazelhoff Roelfzema, piloto y resistente durante la II Guerra Mundial, la historia ha sido llevada al teatro con gran éxito dentro y fuera del país. El actor obtuvo en su tierra dos Terneros de Oro, equivalente al Goya, y un premio Rembrandt, otorgado por el público. Con todo, él mismo reconoció en 1994 que no era "demasiado bueno juzgando guiones”, y de ahí que hubiera aceptado papeles en películas como Drácula III, dirigida en 2005 por el canadiense Patrick Lussier.
Actor de teatro en sus inicios, y adolescente inquieto que trabajó en un carguero, el éxito logrado en sus obras con Verhoeven fue superado con creces con Blade Runner. Con el pelo platino y una presencia física imponente, consiguió transmitir la desesperación del androide que debe ser “retirado” de la circulación por el policía que interpreta el actor estadounidense Harrison Ford. Antes de morir, el personaje de Hauer le da una lección de vida a su perseguidor con frases tan recordadas como: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Naves de ataque en llamas más allá de Orion. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”. Modificado por el actor antes de filmar, Ridley Scott, el director, no cambió el texto cuando el intérprete añadió el pasaje de las lágrimas en la lluvia.
En los años noventa, se trasladó a Estados Unidos y trabajó para el cine y la televisión. Le ofrecieron papeles de villano, nazi o psicópata, y él admitió al rotativo Het Parool, que “con el malo eres libre de hacer lo que quieras”. “No temo explorar mi lado oscuro”, agregaba. Actuó con el actor y director George Clooney en Confesiones de una mente peligrosa (2003); en Batman Begins, de Christopher Nolan (2005); en Sin City, de Robert Rodriguez (2005), donde era un cardenal pederasta, y en 2011 en El secuestro de Alfred Heineken interpretó al magnate cervecero, raptado en la vida real en 1983. Pero de lo que más orgulloso estaba era de su Fundación Starfish, para apoyar a niños y madres en su lucha contra el sida. Casado en dos ocasiones, el actor tenía un hijo y una hija.
25.7.19
Recuerda su hijo Sergei: El día en que le arrebataron la Luna a Nikita Khrushchev
Vía La Tercera.
Autor: Marcelo Córdova
Vie 19 Jul 2019 | 03:27 pm
La llegada del hombre a la Luna sentenció la supremacía espacial definitiva de Estados Unidos frente a la URSS. A 50 años del hito, el hijo del líder soviético que lideró los primeros éxitos de su país en el espacio recuerda en esta conversación la reacción de su padre y relata cuán cerca estuvieron ambos países de enviar una misión conjunta al satélite.
Sergei Khrushchev tenía 34 años cuando Estados Unidos alcanzó el triunfo definitivo en la carrera por la supremacía espacial. Al amanecer del 21 de julio de 1969, este ingeniero soviético y sus amigos detuvieron el auto en el que viajaban por Ucrania y miraron la Luna que horas antes había sido conquistada por Neil Armstrong. “Estábamos de vacaciones y acampamos en Chernobyl, donde años después se levantaría la famosa estación nuclear. Uno de mis amigos tenía un pequeño telescopio e intentamos encontrar a los americanos en la Luna, pero no logramos ver nada”, cuenta a Tendencias.
Él conoce de cerca el impacto que tuvo el éxito del Apolo 11 en su país, porque su padre encabezó la Unión Soviética durante sus primeros y exitosos intentos por dominar el cosmos. Nikita Khrushchev fue el máximo líder del régimen de Moscú entre 1953 y 1964, y bajo su mandato los soviéticos lanzaron el primer satélite artificial Sputnik (1957) y lograron que Yuri Gagarin se convirtiera en el pionero de los viajes espaciales tripulados (1961).
Pero en 1969 los roles se habían invertido y la Unión Soviética vivía atormentada por sus fracasos: sólo tres semanas antes del inicio de la misión Apolo 11, el cohete experimental ruso N1 -con el cual pretendían llevar humanos a la Luna- explotó y provocó una de las detonaciones no nucleares más grandes de la historia. Al igual que sus compatriotas, Nikita -el hombre que nació en la humilde villa de Kalinovka y que se ganó la vida como minero y fabricante de ladrillos- se vio relegado al rol de mero espectador del éxito de la NASA.
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“Cuando los estadounidenses llegaron a la Luna, mi padre ya se había alejado del poder y vivía en Moscú”, agrega Sergei desde la casa donde reside actualmente en el estado norteamericano de Rhode Island. Quizás por esa razón, la reacción del ex líder soviético, que en 1969 tenía 75 años, no estuvo tan marcada por la rígida doctrina soviética de la Guerra Fría: “Su respuesta fue bastante natural. Al igual que mucha gente, estaba orgulloso de que un ser humano finalmente se hubiera posado en otro mundo. Por supuesto que hubiéramos preferido ser los primeros y eso explica por qué en la Unión Soviética no hubo grandes fanfarrias”.
La voz de Sergei, que hoy tiene 84 años, transporta a esa época en que Moscú y Washington se desafiaban constantemente. A pesar de que el ingeniero emigró a Estados Unidos en 1991, todavía tiene un notorio acento. Él tenía sólo 18 años cuando su padre reemplazó a Josef Stalin como primer secretario del partido comunista de la Unión Soviética. Dos años después, Nikita ya era el máximo líder del país. Sergei, quien de pequeño leía a Jack London y Shakespeare, recuerda que su padre lo sometió a una vida sin privilegios: “No tenía guardaespaldas, ni viajaba en limosina. Mi padre siempre me decía: ‘Nunca olvides que yo soy Khruschev y tú eres sólo un ciudadano’”, señaló en una entrevista publicada hace unos años por el portal OZY.com.
Cuando Nikita fue removido de su cargo en 1964, la paranoia de la Guerra Fría hizo que el Kremlin le negara a Sergei cualquier tipo de permiso para viajar al extranjero. Después de todo, decían las autoridades de Moscú, el ingeniero manejaba información sensible: entre 1958 y 1968 había trabajado en el Instituto de Control Computacional en Moscú y también había ayudado a desarrollar sistemas de guía para misiles, submarinos, naves espaciales y algunos de los vehículos no tripulados que los soviéticos enviaron a la Luna. El cambio se produjo en 1991, cuando Mikhail Gorbachev lideraba el país y conceptos como perestroika ya se hacían conocidos en Occidente.
Las restricciones a los viajes se relajaron y Sergei pudo visitar Estados Unidos para dar una charla en el Instituto Watson de Estudios Internacionales en la Universidad de Brown. Thomas J. Watson Jr., fundador del centro, lo invitó a unirse como académico y él aceptó. “Para entonces, era claro que la Unión Soviética estaba al borde del desastre”, señaló en el portal OZY.
En 1999, él y su esposa Valentina se volvieron ciudadanos norteamericanos, pero nunca se olvidó del legado de su padre: un hijo de un matrimonio anterior -que falleció en 2007, a los 47 años- llevó el nombre de Nikita Sergeyevich Khrushchev. Su memoria tampoco ha extraviado los detalles más importantes de los albores de la disputa espacial con Estados Unidos.
– ¿Usted y su padre hablaban de los planes de la NASA?
-Por supuesto, sabíamos todo lo que estaba pasando. En 1961, el líder del programa que dio origen al Sputnik y la nave que transportó a Yuri Gagarin se presentó ante mi padre y le dijo que los americanos habían iniciado sus preparativos y trabajos de diseño para ir a la Luna. Él miró a Sergei Korolev y le dijo: “Lo sé, pero lo que están haciendo es demasiado costoso. Que ellos gasten su dinero. Yo tengo que ceñirme a los recursos que tiene nuestro pueblo”. Mi padre le comunicó que debía pensar cuidadosamente en cómo iba a gastar ese dinero, porque tenía otras prioridades, como mejorar la calidad de vida de la gente.
-¿Qué efecto tuvo esa decisión?
-Esa determinación hizo que Nikita no autorizara el inicio del diseño de una nave con fines lunares hasta 1964. Recién en ese momento dijo que se podía establecer realmente cuánto costaría y luego tomar una decisión preliminar. Así que en realidad nunca hubo una carrera espacial. Los americanos trataron de presentar todo esto como si esa competencia en realidad hubiera existido, porque les servía para promoverse. Hasta 1965 la Unión Soviética no hizo prácticamente nada que mostrara una intención de ir a la Luna.
A la sombra del padre
“Escuchen el sonido que separará para siempre lo antiguo de lo nuevo”, dijo un locutor de la cadena radial NBC durante la noche del 4 de octubre de 1957. A continuación la audiencia pudo oír un chirrido proveniente del espacio que se repetía una y otra vez y que la agencia AP bautizó como “beep beep profundo”. Su emisor era una pequeña esfera de 23 centímetros de diámetro, que además estaba dotada de cuatro antenas que emitían pulsos de radio. Los soviéticos la habían lanzado a la órbita de la Tierra y la llamaron Sputnik.
El primer satélite artificial de la historia ya era una realidad y el impacto en Estados Unidos fue inmediato. Al día siguiente, el presidente Dwight Eisenhower encaró a sus asesores científicos con varias preguntas. ¿Cómo había ocurrido algo así?, ¿por qué el gobierno de Estados Unidos fue sorprendido tan de improviso por el lanzamiento? Simon Ramo, uno de los pioneros de la era espacial, escribió en su libro El negocio de la ciencia que la “respuesta americana al logro de la Unión Soviética fue comparable a la reacción ante el aterrizaje de Lindbergh en Francia, el bombardeo japonés de Pearl Harbor y la muerte de Franklin D. Roosevelt”.
Sergei Khrushchev fue testigo de ese hito desde la vereda soviética. “En la tarde del 4 de octubre de 1957, mi padre esperaba una llamada. El diseñador en jefe Sergei Korolev debía llamar desde el centro de lanzamiento de Tyuratam. Más temprano mi padre había estado en Kiev, Ucrania, para asistir a reuniones militares. También asistió a una demostración de tanques”, escribió el ingeniero en un artículo de la revista Air & Space.
La confirmación llegó cuando padre e hijo cenaban con varios oficiales en el palacio ucraniano de Mariyinsky. Un asistente salió de la habitación para luego volver con una sonrisa y entregarle la buena noticia a Nikita, quien la anunció a los comensales. “Él dijo: ‘Les diré que éste es un gran logro, pero es un secreto. Hemos lanzado un Sputnik’. Así que dejó de hablar de los asuntos locales y empezó a conversar sobre cuán importante era el Sputnik. Los oficiales estaban decepcionados. Pensaban que sus problemas eran mucho más importantes”, comentó Sergei en un reciente artículo de la revista Time.
Al día siguiente, la prensa mundial le dedicó toda su atención. Y en la Unión Soviética, el 6 de octubre el diario Pravda le dedicó toda su portada, con el titular: “¡El primer satélite artificial del mundo fue fabricado en la Unión Soviética!”. Lo que los periódicos no publicaron fue el nombre del jefe de la oficina de diseño donde el Sputnik fue creado. “En esa época nadie sabía el nombre de Sergei Korolev. Era clasificado. La KGB sabía que en realidad no había necesidad de mantenerlo en secreto, pero Ivan Serov, jefe de ese organismo, me dijo que los recursos del enemigo eran limitados, así que la idea era dejar que desperdiciaran sus esfuerzos intentando descubrir secretos irreales. Porque en cuanto a los verdaderos, sus brazos eran demasiado cortos para alcanzarlos”, escribió Sergei en Air & Space.
El siguiente gran paso se dio el 12 de abril de 1961, cuando los soviéticos lograron que Yuri Gagarin completara un vuelo que lo convirtió en el primer humano en ir al espacio. “Nikita estaba en un resort del Mar Negro trabajando en un informe. Korolev lo llamó y le dijo: ‘El hombre está en el espacio, pero debemos esperar 90 minutos’. Korolev llamó de nuevo y dijo: ‘Está de regreso’. Y Nikita dijo: ‘Dime, dime. ¿Está vivo? ¿Está vivo?”, relató Sergei a Time.
Korolev le aseguró que Gagarin estaba a salvo y dos días después los soviéticos organizaron una celebración masiva en la Plaza Roja de Moscú. “Fue muy similar al día de la Victoria tras la Segunda Guerra Mundial”, recuerda el ingeniero en la revista Time.
-¿Qué ocurrió luego que su padre fue removido de su cargo?
-En el otoño de 1965, el nuevo gobierno de Leonid Brezhnev aprobó la decisión firme de ir a la Luna. Pero en realidad el programa constaba de dos proyectos: enviar una misión tripulada y mandar alguna nave robotizada. La idea que incluía cosmonautas no prosperó porque estaba basada en un diseño concebido por Korolev y él cometió muchos errores. Fue la otra iniciativa -llamada programa Lunnik- la que logró volar con éxito y eventualmente trajo muestras a la Unión Soviética casi al mismo tiempo que lo hicieron las misiones Apolo.
-¿Las disputas entre Korolev y los demás especialistas fue lo que llevó al fracaso de las misiones tripuladas soviéticas?
-Por alguna razón, a fines de 1965 el gobierno decidió que Korolev debía emprender ese proyecto. Estaba solo y falló. Cayó en muchas equivocaciones al diseñar la nave espacial y el cohete de lanzamiento, porque en realidad él no era un científico ni un ingeniero avezado, sino un muy buen director de equipos de trabajo. Él tenía un buen ingeniero en jefe que le diseñó el lanzador del Sputnik, pero no encontró un experto así para el programa lunar.
En una entrevista publicada por la revista Scientific American, Sergei comenta que el gran problema de Korolev fue su mentalidad. Según Khrushchev, la intención del ingeniero era usar el lanzador que ya tenía, pero el N1 había sido creado en 1958 para otro propósito y tenía una capacidad limitada de carga de 70 toneladas: “Su filosofía era no trabajar en un diseño por etapas, como se hacía usualmente con las naves espaciales, sino que ensamblar todo y probar. Pensó que eso funcionaría. Hubo varios intentos y fracasos con el programa Lunnik. Enviar hombres a la Luna es demasiado complejo para una táctica de ese tipo. Creo que estaba condenado al fracaso desde el comienzo”.
Una oferta insólita
Hoy muy pocos lo recuerdan, pero en un momento Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron a punto de trabajar codo a codo en una misión lunar tripulada. John Logsdon, ex miembro del consejo de asesores de la NASA y fundador del Instituto de Políticas Espaciales en la Universidad George Washington, comentó al diario inglés The Telegraph que en un comienzo el presidente norteamericano John F. Kennedy no pretendió que el programa Apolo se convirtiera en una hazaña nacionalista: “Diez días después de anunciar la misión a la Luna, Kennedy se reunió con Khrushchev y le dijo ‘¿Por qué no lo hacemos juntos?’. Khrushchev respondió que no. Creo que la iniciativa de Kennedy era seria, aunque otros piensan que era propaganda”.
– ¿Por qué su padre rechazó esa oferta?
– En 1961, mi padre se reunió con Kennedy en Viena y él le propuso unirse al esfuerzo estadounidense, porque temía que los soviéticos pudieran llegar antes. Pero mi padre desechó la idea porque, según me dijo, en ese momento sentía que éramos débiles y que los americanos se enterarían de todos nuestros secretos. Al trabajar juntos, tendríamos que revelar algunas de nuestras tecnologías. Sin embargo, en 1963 Kennedy repitió su propuesta y Nikita estaba listo para sumarse al programa, porque creía que en ese momento éramos lo suficientemente fuertes como para destruir o al menos arruinar a los americanos. Así que si ellos sabían más sobre nuestro programa de misiles y otras herramientas, eso sería mejor para nosotros, porque los americanos se volverían más precavidos.
La nueva propuesta quedó registrada en un discurso de Kennedy ante Naciones Unidas, pero fue prácticamente olvidada. Era septiembre de 1963 y el programa Apolo estaba a punto de ser cancelado por problemas técnicos y de presupuesto. “Seguramente, deberíamos explorar la idea de que científicos y astronautas de nuestros dos países, y quizás de todo el mundo, trabajen juntos en la conquista del espacio, enviando algún día de esta década no sólo los representantes de una única nación, sino que de todos nuestros países”, manifestó el presidente estadounidense.
“Creo que si Kennedy hubiera vivido, estaríamos viviendo en un mundo completamente diferente”, comentó Sergei en 1997, tras una conferencia organizada por la NASA con motivo de los 40 años del lanzamiento del Sputnik. Lo cierto es que Kennedy fue asesinado en Dallas en noviembre de 1963 y la posibilidad de una misión estadounidense-soviética a la Luna comenzó a difuminarse. El 14 de octubre de 1964 Nikita se retiró del poder y cualquier opción de colaboración se desvaneció, por lo que cuando el Apolo 11 partió, el diario Pravda sólo publicó un artículo de tres columnas en su quinta página.
-¿Qué le parecen los nuevos planes que existen para volver a la Luna?
-En los 60 no había una necesidad científica de ir a la Luna. Fue un esfuerzo propagandístico de los americanos para mostrarse a sí mismos capaces de hacer algo así. Lo mismo pasa ahora. Tenemos programas muy sofisticados para enviar naves a la Luna, Marte y otros planetas, pero desde mi punto de vista no hay una necesidad de enviar humanos. Es muy difícil proteger a los astronautas de los peligros del espacio y, además, necesitas muchos recursos, porque también tienes que mandar comida y oxígeno. Sin embargo, por motivos propagandísticos más emocionales todo esto se va a repetir. Los americanos quieren enviar hombres a la Luna al igual que los chinos y van a recrear la competencia que tuvieron con la URSS.
-¿Cuál fue la principal enseñanza de la llegada del hombre a la Luna?
-El principal impacto fue probar que la humanidad podía hacerlo, que podíamos volar a otros mundos. Hoy necesitamos tecnología mucho más sofisticada para volver a hacerlo y que todavía no desarrollamos por completo. Pero hemos ido paso a paso. Es lo mismo que ocurrió con el primer avión de los hermanos Wright, que obviamente no es igual a los Boeing que vemos hoy. Cuando pusimos el Sputnik en órbita fue el mayor logro, porque era el inicio de la era espacial. Diría que la llegada a la Luna fue igual de importante que enviar un hombre al espacio, así que Gagarin y Armstrong son dos héroes de la humanidad.
23.7.19
El Hotel Turismo de Antofagasta en Pampa, nº91, octubre 1955
Portada de la revista Pampa nº91 de octubre de 1955. © Archivo Claudio Galeno.
La revista Pampa fue publicada desde 1948 hasta 1969 por diversas editoriales, entre ellas Zig-Zag y El Mercurio de Antofagasta, fue el órgano de difusión de la Compañía Anglo Lautaro, dedicada a la explotación del salitre, una empresa de la familia Guggenheim. La publicación incluía secciones dedicadas a las actividades de María Elena y Pedro de Valdivia, entre ellas las sociales de sus trabajadores y familias, a los deportes en la pampa, seccciones dedicadas a la prevención de accidentes, a la radio y radioteatro, al arte, teatro y música, las fiestas nacionales y locales, así como a las escuelas nocturnas. Una sección importante era la de los niños.
En algunos números se publicaron artículos antisocialistas (por ejemplo en el número 91 se incluyó el artículo "La esclavitud en Rusia Sovietica"), en otros artículos sobre los hospitales chilenos, en otros obituarios de personajes relevantes de la Anglo Lautaro, como Pablo Kruger (luego construirán un conjunto habitacional con su nombre en Antofagasta).
21.7.19
El cuadro robado por los nazis vuelve a la Galería de los Uffizi de Florencia
Vía La Razón.
El alemán Eike Schmidt, director de la Galería de los Uffizi de Florencia, ha devuelto al museo lo que fue suyo antes de la Segunda Guerra Mundial: «Jarrón de flores», una obra de Jan Van Huysum que regresa a su lugar de origen el 19 de julio.
Imagen en blanco y negro del cuadro robado por los nazis y recuperado para la Galería de los Uffizi. © Uffizi.
Por Ismael Monzón. Roma.
11 de julio de 2019. 08:42h
En una historia de buenos y malos hace falta siempre una referencia moral para saber dónde ubicarnos. En una epopeya protagonizada por nazis, mercantes y cazadores de arte es necesario imperiosamente un héroe. Pongamos un alemán, que suele aportar el punto de reparación por un pasado vergonzante. Un alemán que se ha pasado al lado italiano y que, aun así, quiere cumplir con su obligación moral. Mejor que mejor. Ya tenemos al protagonista: se llama Eike Schmidt, nació en Friburgo y es director de la Galería de los Uffizi en Florencia. Cuando llegó al museo, en 2015, comprobó que tenía entre manos la mejor colección de arte de Italia, pero le faltaba una pieza. Y estaba precisamente en Alemania, de donde no ha vuelto desde que las tropas de Hitler pasaron por la capital florentina.
Así que, el pasado 1 de enero, cuando cualquier erudito estaría disfrutando del Concierto de Año Nuevo de Viena o descansando como cualquier persona, Schmidt puso una cara muy seria y se presentó en la sala donde el cuadro había dejado un vacío y colocó una fotocopia del mismo. «¡Robado!», se leía en el marco, en inglés, alemán e italiano. Le faltaba al lienzo el cartel de «Wanted» y al director del museo la estrella de sheriff, porque dejó claro que su deseo para el año que comenzaba es que Alemania devolviera la pintura y que hasta que no lo consiguiera no iba a parar. Dicho y hecho. Tras casi tres décadas de investigaciones, el «Jarrón de flores» volverá finalmente a Florencia el 19 de julio.
Vuelta con tensión narrativa
Ese día se celebrará una ceremonia con toda la pompa que permitan las salas renacentistas de los Uffizi. No faltarán el ministro de Exteriores germano, Heiko Maas; su colega italiano, Enzo Moavero Milanesi; y el titular de Cultura de este país, Alberto Bonisoli. Todos ellos se harán la foto para inmortalizar el retorno de la obra de arte a su lugar de origen 75 años después. Pero la verdadera estrella seguirá siendo Eike Schmidt, quien ha impulsado la campaña para que fuera posible. Consultado por este diario, no ha querido dar pistas de cómo se han desarrollado las gestiones y, para más detalles, insta al día de la restitución. Todo protagonista de una historia sabe mantener la tensión narrativa. Lo que sí anticipa el director de los Uffizi es que «no se ha pagado ningún rescate, ya que la obra es propiedad de la República italiana». En una sesión parlamentaria en el Bundestag, el diputado Michael Roth también admitió hace meses que «está claro que la pintura pertenece a la colección de los Uffizi». Algo que no fue tan evidente hasta hace poco.
Para encontrar a su legítimo propietario, comencemos por el principio. El «Jarrón de flores», obra del pintor holandés Jan van Huysum (Ámsterdam 1682-1749), fue comprado en 1824 por el Gran Duque de la Toscana Leopoldo II. Acababa de inaugurarse la Galería Palatina del Palacio Pitti, símbolo de poder de los Medici, y era necesario hacerse acopio de una gran colección. Lo tomaron al pie de la letra, porque en el museo los únicos centímetros cuadrados vacíos que había en sus paredes eran los del «Jarrón de flores». Y esto se debe a que en 1944, con Florencia bajo las bombas del Tercer Reich, las tropas nazis –que controlaban ya la ciudad– decidieron vaciar la pinacoteca para proteger su interior. Años antes, observando la que se venía encima, los italianos habían evacuado las piezas más valiosas. Las pinturas de Rafael, Leonardo o Boticelli fueron repartidas por distintos caseríos de la Toscana. Aunque no había manos, espacio ni recursos para abarcar todo el patrimonio. Miles de obras salieron en cajas, cargadas por alemanes, para alegría de Hitler y su lugarteniente Hermann Göring. Algunas de ellas se rompieron. Mala pata. Y la que nos ocupa cayó en manos de un militar de la Wehrmacht llamado Herbert Stock. Ese año, el soldado le escribió una carta a su mujer en la que le decía: «Tengo un bellísimo cuadro en óleo y espero conseguir la caja adecuada para poder enviártelo».
Objeto de extorsión
Ahí se perdió el rastro, hasta que en 1991 comenzaron las llamadas anónimas a Sotheby's para tratar de vender el cuadro. Primero por 2,5 millones, después por 2... y como si ya hubiera entrado en la subasta, el precio quedó rebajado hasta los 250.000 euros. El cuerpo de los Carabinieri para la tutela del patrimonio comenzó una investigación que ha durado hasta ahora. Fuentes que han seguido el caso confirmaron hace meses a este periódico que la pintura estaría valorada en unos 12 millones de euros, pero que Italia nunca se ha planteado pagar por algo que considera suyo. Hace tres años se consiguió localizar a la familia que ha tenido en su poder la obra, que pidió a través de su abogado y coleccionista de arte, Nicolai B. Kemle, un arbitraje para determinar quién debía quedársela definitivamente. La Fiscalía de Florencia reconoció que el delito por robo había prescrito hacía mucho tiempo, pero confiaba en recuperar la pieza alegando que había sido objeto de extorsión. Solo era necesaria la colaboración del Estado alemán, que según las mismas fuentes se resistió durante años, aunque por fin ha debido ceder.
Los problemas burocráticos han impedido o ralentizado la devolución de miles de obras que los nazis se llevaron durante la Segunda Guerra Mundial. Resulta muy complicado hacer un cálculo preciso, aunque en la mayoría de los países implicados en la contienda contra los alemanes las cifras son de al menos cuatro dígitos. Solo en Italia, el Museo del Arte Secuestrado, una institución ubicada cerca de Milán, estima que aún quedan 1.600 piezas por devolver. También en esa época hubo un héroe, llamado Rodolfo Siviero, que consiguió localizar la mayor parte de lo sustraído, pero la ambición de los jerarcas nazis fue prácticamente inabarcable. En Francia la figura del cazador de arte tuvo rostro de mujer. Respondía al nombre de Rose Valland y era una experta tan valiosa que fue contratada por los alemanes, sin saber que trabajaba a la vez para la Resistencia. Cuando terminó la guerra tenía un archivo secreto tan extenso que permitió a las instituciones galas recuperar buena parte de lo perdido. Mientras, en Alemania, surgió hace años una historia opuesta, la de Cornelius Gurlitt, un hombre que heredó de su padre una colección de más de 1.400 obras de arte que habían sido obtenidas del expolio nazi.
Hitler quiso ser pintor
Muchas de estas obras forman parte de lo que Hitler bautizó como el «arte degenerado». Es decir, todo aquello que producían las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX, que chocaba con lo que él consideraba que debía ser admirado por un buen alemán. Las artes clásicas, la antigua Grecia o la pintura germana del siglo XVI ensalzaban la raza; todo lo demás, no. Por tanto, gracias a un decreto de 1937, el régimen confiscó 20.000 piezas impuras, procedentes de museos y colecciones privadas, de las que muchas no han sido aún restituidas. Hitler se quedó con las ganas de ser pintor. Pero viendo sus habilidades, en la Academia de Bellas Artes de Viena, donde intentó ingresar, le dijeron que se dedicara a otra cosa. Se metió entonces en la política y cuando invadió media Europa trató de cobrarse su venganza llevándose todo el arte que estaba a su alcance. Göring, su mano derecha, también conformó una colección personal de la que a día de hoy tampoco se conoce al completo su paradero.
Con todas estas fechorías, resulta complicado defender a Eike Schmidt, nuestro héroe, como tal. O al menos no reconocer que su heroicidad, con un simple lienzo de 47x35 centímetros, es limitada. Pero, al fin y al cabo, su campaña pública ha servido para vencer a los nazis tres cuartos de siglo después de la caída de su imperio. Y eso no lo consigue cualquiera. Cerrará toda esta larga historia como un símbolo, de modo que estaba casi obligado a pronunciar una frase lapidaria. «La vuelta del cuadro es una hazaña para Italia, pero también para Europa y el resto del mundo», repite estos días. A partir del 19 de julio, cualquiera podrá acudir a la Galería de los Uffizi, buscar entre su maraña de pinturas este «Jarrón con flores» y sentirse reconfortado porque esta historia de buenos y malos tiene un final feliz.
Un alemán al frente de los Uffizi
En 2015, el entonces ministro de Cultura, Dario Franceschini, recurrió por primera vez a un concurso internacional para nombrar a los directores de los museos más importantes de Italia. Entre los 20, había siete nombres foráneos. Eike Schmidt ocupó el cargo más importante, al en la Galería de los Uffizi. Mientras que la también alemana Cecilie Hollberg se encargó de la Galería de la Academia florentina; Sylvain Bellenger, francés, del de Capodimonte en Nápoles; y James Bradburne, canadiense, de la Pinacoteca de Brera, en Milán. Su elección causó una gran polémica entre sus colegas italianos, que hasta ese momento habían mantenido la hegemonía. Se produjeron denuncias, aunque los tribunales siempre han ratificado el sistema de Franceschini. Con la llegada al Gobierno del Movimiento 5 Estrellas y la Liga, se especuló de nuevo con que pudieran dar marcha atrás a la apertura a expertos extranjeros. No ha sido así, pero el Gobierno amenaza con que la Academia de Florencia siga teniendo una gestión autónoma.
El alemán Eike Schmidt, director de la Galería de los Uffizi de Florencia, ha devuelto al museo lo que fue suyo antes de la Segunda Guerra Mundial: «Jarrón de flores», una obra de Jan Van Huysum que regresa a su lugar de origen el 19 de julio.
Imagen en blanco y negro del cuadro robado por los nazis y recuperado para la Galería de los Uffizi. © Uffizi.
Por Ismael Monzón. Roma.
11 de julio de 2019. 08:42h
En una historia de buenos y malos hace falta siempre una referencia moral para saber dónde ubicarnos. En una epopeya protagonizada por nazis, mercantes y cazadores de arte es necesario imperiosamente un héroe. Pongamos un alemán, que suele aportar el punto de reparación por un pasado vergonzante. Un alemán que se ha pasado al lado italiano y que, aun así, quiere cumplir con su obligación moral. Mejor que mejor. Ya tenemos al protagonista: se llama Eike Schmidt, nació en Friburgo y es director de la Galería de los Uffizi en Florencia. Cuando llegó al museo, en 2015, comprobó que tenía entre manos la mejor colección de arte de Italia, pero le faltaba una pieza. Y estaba precisamente en Alemania, de donde no ha vuelto desde que las tropas de Hitler pasaron por la capital florentina.
Así que, el pasado 1 de enero, cuando cualquier erudito estaría disfrutando del Concierto de Año Nuevo de Viena o descansando como cualquier persona, Schmidt puso una cara muy seria y se presentó en la sala donde el cuadro había dejado un vacío y colocó una fotocopia del mismo. «¡Robado!», se leía en el marco, en inglés, alemán e italiano. Le faltaba al lienzo el cartel de «Wanted» y al director del museo la estrella de sheriff, porque dejó claro que su deseo para el año que comenzaba es que Alemania devolviera la pintura y que hasta que no lo consiguiera no iba a parar. Dicho y hecho. Tras casi tres décadas de investigaciones, el «Jarrón de flores» volverá finalmente a Florencia el 19 de julio.
Vuelta con tensión narrativa
Ese día se celebrará una ceremonia con toda la pompa que permitan las salas renacentistas de los Uffizi. No faltarán el ministro de Exteriores germano, Heiko Maas; su colega italiano, Enzo Moavero Milanesi; y el titular de Cultura de este país, Alberto Bonisoli. Todos ellos se harán la foto para inmortalizar el retorno de la obra de arte a su lugar de origen 75 años después. Pero la verdadera estrella seguirá siendo Eike Schmidt, quien ha impulsado la campaña para que fuera posible. Consultado por este diario, no ha querido dar pistas de cómo se han desarrollado las gestiones y, para más detalles, insta al día de la restitución. Todo protagonista de una historia sabe mantener la tensión narrativa. Lo que sí anticipa el director de los Uffizi es que «no se ha pagado ningún rescate, ya que la obra es propiedad de la República italiana». En una sesión parlamentaria en el Bundestag, el diputado Michael Roth también admitió hace meses que «está claro que la pintura pertenece a la colección de los Uffizi». Algo que no fue tan evidente hasta hace poco.
Para encontrar a su legítimo propietario, comencemos por el principio. El «Jarrón de flores», obra del pintor holandés Jan van Huysum (Ámsterdam 1682-1749), fue comprado en 1824 por el Gran Duque de la Toscana Leopoldo II. Acababa de inaugurarse la Galería Palatina del Palacio Pitti, símbolo de poder de los Medici, y era necesario hacerse acopio de una gran colección. Lo tomaron al pie de la letra, porque en el museo los únicos centímetros cuadrados vacíos que había en sus paredes eran los del «Jarrón de flores». Y esto se debe a que en 1944, con Florencia bajo las bombas del Tercer Reich, las tropas nazis –que controlaban ya la ciudad– decidieron vaciar la pinacoteca para proteger su interior. Años antes, observando la que se venía encima, los italianos habían evacuado las piezas más valiosas. Las pinturas de Rafael, Leonardo o Boticelli fueron repartidas por distintos caseríos de la Toscana. Aunque no había manos, espacio ni recursos para abarcar todo el patrimonio. Miles de obras salieron en cajas, cargadas por alemanes, para alegría de Hitler y su lugarteniente Hermann Göring. Algunas de ellas se rompieron. Mala pata. Y la que nos ocupa cayó en manos de un militar de la Wehrmacht llamado Herbert Stock. Ese año, el soldado le escribió una carta a su mujer en la que le decía: «Tengo un bellísimo cuadro en óleo y espero conseguir la caja adecuada para poder enviártelo».
Objeto de extorsión
Ahí se perdió el rastro, hasta que en 1991 comenzaron las llamadas anónimas a Sotheby's para tratar de vender el cuadro. Primero por 2,5 millones, después por 2... y como si ya hubiera entrado en la subasta, el precio quedó rebajado hasta los 250.000 euros. El cuerpo de los Carabinieri para la tutela del patrimonio comenzó una investigación que ha durado hasta ahora. Fuentes que han seguido el caso confirmaron hace meses a este periódico que la pintura estaría valorada en unos 12 millones de euros, pero que Italia nunca se ha planteado pagar por algo que considera suyo. Hace tres años se consiguió localizar a la familia que ha tenido en su poder la obra, que pidió a través de su abogado y coleccionista de arte, Nicolai B. Kemle, un arbitraje para determinar quién debía quedársela definitivamente. La Fiscalía de Florencia reconoció que el delito por robo había prescrito hacía mucho tiempo, pero confiaba en recuperar la pieza alegando que había sido objeto de extorsión. Solo era necesaria la colaboración del Estado alemán, que según las mismas fuentes se resistió durante años, aunque por fin ha debido ceder.
Los problemas burocráticos han impedido o ralentizado la devolución de miles de obras que los nazis se llevaron durante la Segunda Guerra Mundial. Resulta muy complicado hacer un cálculo preciso, aunque en la mayoría de los países implicados en la contienda contra los alemanes las cifras son de al menos cuatro dígitos. Solo en Italia, el Museo del Arte Secuestrado, una institución ubicada cerca de Milán, estima que aún quedan 1.600 piezas por devolver. También en esa época hubo un héroe, llamado Rodolfo Siviero, que consiguió localizar la mayor parte de lo sustraído, pero la ambición de los jerarcas nazis fue prácticamente inabarcable. En Francia la figura del cazador de arte tuvo rostro de mujer. Respondía al nombre de Rose Valland y era una experta tan valiosa que fue contratada por los alemanes, sin saber que trabajaba a la vez para la Resistencia. Cuando terminó la guerra tenía un archivo secreto tan extenso que permitió a las instituciones galas recuperar buena parte de lo perdido. Mientras, en Alemania, surgió hace años una historia opuesta, la de Cornelius Gurlitt, un hombre que heredó de su padre una colección de más de 1.400 obras de arte que habían sido obtenidas del expolio nazi.
Hitler quiso ser pintor
Muchas de estas obras forman parte de lo que Hitler bautizó como el «arte degenerado». Es decir, todo aquello que producían las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX, que chocaba con lo que él consideraba que debía ser admirado por un buen alemán. Las artes clásicas, la antigua Grecia o la pintura germana del siglo XVI ensalzaban la raza; todo lo demás, no. Por tanto, gracias a un decreto de 1937, el régimen confiscó 20.000 piezas impuras, procedentes de museos y colecciones privadas, de las que muchas no han sido aún restituidas. Hitler se quedó con las ganas de ser pintor. Pero viendo sus habilidades, en la Academia de Bellas Artes de Viena, donde intentó ingresar, le dijeron que se dedicara a otra cosa. Se metió entonces en la política y cuando invadió media Europa trató de cobrarse su venganza llevándose todo el arte que estaba a su alcance. Göring, su mano derecha, también conformó una colección personal de la que a día de hoy tampoco se conoce al completo su paradero.
Con todas estas fechorías, resulta complicado defender a Eike Schmidt, nuestro héroe, como tal. O al menos no reconocer que su heroicidad, con un simple lienzo de 47x35 centímetros, es limitada. Pero, al fin y al cabo, su campaña pública ha servido para vencer a los nazis tres cuartos de siglo después de la caída de su imperio. Y eso no lo consigue cualquiera. Cerrará toda esta larga historia como un símbolo, de modo que estaba casi obligado a pronunciar una frase lapidaria. «La vuelta del cuadro es una hazaña para Italia, pero también para Europa y el resto del mundo», repite estos días. A partir del 19 de julio, cualquiera podrá acudir a la Galería de los Uffizi, buscar entre su maraña de pinturas este «Jarrón con flores» y sentirse reconfortado porque esta historia de buenos y malos tiene un final feliz.
Un alemán al frente de los Uffizi
En 2015, el entonces ministro de Cultura, Dario Franceschini, recurrió por primera vez a un concurso internacional para nombrar a los directores de los museos más importantes de Italia. Entre los 20, había siete nombres foráneos. Eike Schmidt ocupó el cargo más importante, al en la Galería de los Uffizi. Mientras que la también alemana Cecilie Hollberg se encargó de la Galería de la Academia florentina; Sylvain Bellenger, francés, del de Capodimonte en Nápoles; y James Bradburne, canadiense, de la Pinacoteca de Brera, en Milán. Su elección causó una gran polémica entre sus colegas italianos, que hasta ese momento habían mantenido la hegemonía. Se produjeron denuncias, aunque los tribunales siempre han ratificado el sistema de Franceschini. Con la llegada al Gobierno del Movimiento 5 Estrellas y la Liga, se especuló de nuevo con que pudieran dar marcha atrás a la apertura a expertos extranjeros. No ha sido así, pero el Gobierno amenaza con que la Academia de Florencia siga teniendo una gestión autónoma.
19.7.19
CEA aprueba nuevo parque eólico en Antofagasta por US$400 millones
Vía El Mercurio de Antofagasta.
ENERGÍA. En la región ya hay nueve proyectos de este tipo con luz verde ambiental esperando comenzar a ejecutarse. En conjunto suman US$4.000 millones y 1.741 MW
ENERGÍA. En la región ya hay nueve proyectos de este tipo con luz verde ambiental esperando comenzar a ejecutarse. En conjunto suman US$4.000 millones y 1.741 MW
16.7.19
Siza vuelve a sus piscinas [en Oporto]
Portada del libro: Álvaro Siza Vieira. Piscinas en el mar. Álvaro Siza en conversación con Kenneth Frampton. Editorial Gustavo Gili.
Vía El País.
El arquitecto portugués regresa a las famosas piscinas que ideó, como uno de sus primeros proyectos, en la playa de Leça da Palmeira, a las afueras de Oporto. Esto es lo que piensa
Por Anatxu Zabalbeascoa
16 JUL 2019 - 10:25 CEST
Corría el año 56, Alvaro Siza tenía 23 años y comenzó a visitar la playa de Leça da Palmeira (afueras de Oporto, Portugal) donde, casi diez años después, concluiría una de sus obras más inclasificables entre el land art, el paisajismo y la escultura: las piscinas de las mareas. El encargo le llegaba de su maestro, Fernando Távora, por entonces ocupado en hacer una piscina mayor en un centro deportivo cercano. En una muy posterior visita a aquellas piscinas tempranas, un Siza ya septuagenario recordó aquellos días y se lo contó a Kenneth Frampton. El crítico británico lo escribió en un libro que fue publicado por el Illinois Institute of Technology de Chicago y que ahora la editorial Gustavo Gili ha traducido al castellano.
Estas son, grosso modo, tres de las ideas que Siza le contó a Frampton sobre sus piscinas brutalistas y el trabajo cálido realizado con hormigón armado.
1-Lo que había antes:
“Siempre presto atención a lo que había antes en el lugar y a la aportación que de ello proviene. Existe, por tanto, una transformación y, cuando me he referido a una transformación, era eso lo que tenía en mente. Yo no inventé la forma espacial de la piscina: ya estaba allí. Pero el resultado no es solo lo que ya estaba allí, sino que se trata también de esa transformación dado que hay nuevos temas que desarrollar. Fue una buena época. Yo era muy joven cuando construí las piscinas y si no recuerdo mal, no tenía más trabajos. De modo que solía ir todos los días a ver el lugar. También iba a comer al restaurante de la Boa Nova, que había construido poco antes. En verano era fantástico, pues al acabar de trabajar podía darme un baño. Aunque había pedido un levantamiento topográfico —que de hecho, recibí— era imposible representar en planta la complejidad de las rocas, de modo que elaboré el proyecto con los elementos que había determinado a través de los dibujos y de la topografía. Iba al lugar, estaba en la propia topografía y luego, uno por uno, iba fijando mis propias cotas”.
2-El cuerpo:
Uno podría pensar que el objetivo de las piscinas fue alterar lo mínimo la topografía del lugar. Pues no, eso fue más bien una consecuencia. Siza confiesa a Frampton que “la principal dificultad fue que se pudiera ver el mar al pasar en coche”. “El cuerpo lo controla todo en arquitectura. No solo el mobiliario, también cómo nos movemos. (---) Luego está la relación entre los distintos espacios.
En muchos edificios palladianos, miras y ves una cara completa, con sus ojos, su nariz, su boca y todo lo demás. Estoy seguro de que llevamos completamente impresa esta presencia continua del cuerpo, de nuestros cuerpos y de los ajenos y que todo empieza con el uso, con necesidades corporales, con el modo en que usamos una silla. Todo está, de hecho, controlado por el cuerpo”.
3-La dificultad
Lo más difícil de las piscinas fue lidiar con el Ayuntamiento. “Pensaban que era un lugar demasiado peligroso, pero como la normativa no era muy estricta, defendí que los muros podrían brindar una mayor seguridad, aunque todo el mundo decía que sería muy peligroso para los niños. Mucha gente cree que los niños tienen tendencias suicidas, pero yo creo que quienes las tienen son los adultos, no los niños.
La piscina de los niños es orgánica. La de los adultos, ortogonal aunque, esto cuesta verlo desde la tierra. Fueron pensadas para 500 personas. Hoy, más de medio siglo después, muchos días calurosos aquellas piscinas se llenan con más de 2.000 personas.
Águilas de la construcción: la historia de superación de los indios ‘sin vértigo’ que levantaron los rascacielos de Nueva York
Vía El País.
No aparecieron en la foto, pero asumieron las labores más peligrosas que hicieron posible la creación de famosos edificios de Manhattan. Manejar fraguas portátiles al rojo vivo a alturas de más de 350 metros fue una de ellas
En la imagen Roger Horne, un herrero de Mohawk mirando al infinito en una construcción entre Park Avenue y 53rd Street. 1970-1971. | David Grant Noble. Cortesía del National Museum of the American India.
Por BEGOÑA MARÍN
16 JUL 2019 - 10:51 CEST
Cuando pasado el horror del 11 de septiembre de 2001 donde se habían elevado las Torres Gemelas en el World Trade Center quedó un profundo agujero, los indios Mohawk sintieron que parte de su historia se había destruido con ellas. Sus antepasados habían construido esas torres, y la mayoría de los rascacielos más icónicos de Nueva York, como el Rockefeller Center o el Chrysler Building. Manhattan no hubiera sido posible sin ellos, los guerreros del hierro, enormemente codiciados por su falta de vértigo. O al menos, esa era la fama que les precedía.
Esta leyenda de los mohawks se remonta a 1850 y se sitúa en tierras canadienses. La Dominion Bridge Company quería construir el Puente Victoria sobre el río San Lorenzo. El tramo sur se situaba dentro de la reserva Kahnawake, cerca de Montreal, donde vivía esta tribu. Así que para obtener el permiso y erigir el puente en las tierras de la reserva, la compañía tuvo que contratar a los nativos para que extrajeran piedra para su fundación.
Al finalizar la jornada de trabajo, los hijos de los obreros se infiltraban en la construcción y jugaban al pilla-pilla escalando con soltura la estructura inacabada. Se atrevían a subir por una estructura de 45 metros y correr sobre el hierro. Los trabajadores de la compañía trataban de ahuyentarlos del puente por miedo a que cayeran, pero ellos no hacían caso. Su agilidad pronto atrajo la atención de la empresa, que vio la forma de aprovechar este don innato.
En 1886, un segundo proyecto canadiense, el Puente Negro, brindó a la compañía la oportunidad de poner a prueba a los pequeños mohawk. Doce adolescentes fueron entrenados para trabajar como remachadores, un oficio que era difícil de cubrir por su grado de dificultad. Los muchachos se iniciaron en esta técnica con facilidad, sobresaliendo en el trabajo más traicionero de la industria, y ganándose el apodo de "Las maravillas sin miedo".
En 1907 la tragedia les golpeó cuando el tramo sur del puente de Quebec se derrumbó y mató a 96 hombres. Treinta y tres de ellos eran mohawks. Al informar sobre el accidente, The New York Times enumeró a todos los trabajadores estadounidenses y canadienses fallecidos como homenaje. En aquella lista no apareció ninguno de los 33 indios. Eran los obreros invisibles.
Pero ni las muertes ni el anonimato les alejaron de la construcción. Según un anciano de la tribu citado en un artículo del New Yorker en 1949, "la fatalidad aumentó su determinación e hizo que esta profesión cobrara mayor interés para ellos. Se sentían orgullosos de poder desarrollar una tarea tan peligrosa. Todos querían entrar en el sector".
Ocho años después de aquella tragedia, la Junta Americana de Comisionados Indios informó de que 587 de los 651 hombres en edad de trabajar pertenecían al sindicato de trabajadores del hierro. En el futuro, los hombres trabajarían en cuadrillas más pequeñas y en diferentes tareas, asegurando que ningún accidente individual acabaría con la pérdida de tantos miembros de una comunidad.
Los que más se jugaban la vida y los que menos la perdían
Al otro lado de la frontera, en Nueva York, comenzaba el auge de la construcción gracias a las posibilidades que brindaba el acero. Y se produjo una gran demanda de obreros cualificados. La distancia entre la reserva de Kahnawake y la Gran Manzana era de 12 horas y media en coche por tortuosas carreteras. Pero estos indios querían trabajar y sabían que los salarios allí eran altos, así que no dudaron en ir a la tierra prometida. Algunos se mudaron con sus familias a un barrio cercano a Downtown que acabó conociéndose como Little Caughnawaga, y que llegó a tener 800 habitantes.
A pesar de su destreza, el trabajo resultaba extraordinariamente peligroso. Atravesar vigas de solo 25 centímetros con un cinturón de herramientas de más de 20 kilogramos dejaba poco espacio al error. Si además corrían vientos fuertes, un paso en falso podía acabar en un salto mortal sin red. Por eso, los mohawks, que nunca demostraban tener temor a las alturas, siempre trabajaban con alguien de confianza a su lado.
La construcción de estructuras de acero requería tres tipos de cuadrillas de trabajo: levantamiento, montaje y remachado. En esta última intervenían los mohawks. Era la que tenía encomendada la tarea más peligrosa —que todo quedara fijado— y con la que no se atrevían, o para la que no alcanzaban la destreza necesaria, el resto de trabajadores, en su mayoría inmigrantes irlandeses o polacos. Los remachadores debían usar fraguas portátiles para quemar carbón hasta que estuviera al rojo vivo a alturas de más de 350 metros, posando sus pies en andamios de madera.
Debían malear el hierro para encajar los remaches en los agujeros y luego usar martillos neumáticos para que el remate quedara asegurado. Según los constructores, "manejaban estas herramientas como si estuvieran pasándose los huevos con jamón del almuerzo". Ellos eran quienes más se jugaban la vida y, sin embargo, quienes menos la perdían. En la construcción del Rockefeller Center, por ejemplo, murieron cinco personas, ninguno de la tribu. De lo que no se libraban era de sufrir heridas a diario: piel quemada, dedos aplastados, brazos rotos, cortes y moratones.
El mito de la falta de vértigo
Pero, ¿de verdad no tenían vértigo? "No es cierto que no temamos caer al vacío", confiesa Kyle Karonhiaktatie Beauvais, un descendiente de los artífices de las Torres Gemelas, "pero contamos con la experiencia de los veteranos y la responsabilidad de mantener una tradición que tanto orgullo nos ha proporcionado". Tienen miedo a las alturas, como cualquier humano, pero aseguran que lo gestionan mejor.
Ahora, la sexta generación de los indios del hierro no tiene fácil seguir los pasos de sus antepasados. Más de 2.000 aspirantes se presentan todos los años para ingresar en la mejor escuela de capacitación de aprendices en EE.UU., de los que solo logran acceder entre 80 y 100. Local 40, institución asociada con el sindicato de trabajadores del acero, ofrece tres años de formación en soldadura, manejo de grúas y otras habilidades necesarias para la profesión. Y a los mohawks no les sirven las credenciales históricas. Randy Jacobs, uno de los instructores, admite entre bromas que la prueba de admisión es propia de un programa espacial. Entre otras demostraciones les exigen escalar una viga de hierro de nueve metros y levantar pesas de 11 kilogramos a una plataforma elevada tan rápido como puedan. Solo la superan unos pocos.
Los ancianos de aquella tribu nunca imaginaron que sus descendientes tuvieran que pelear entre miles de personas para hacerse un hueco en las alturas. Tampoco imaginaron que sus tataranietos verían cómo se desplomaban aquellas dos torres de Manhattan que ellos elevaron. Doscientos mohawks trabajaron en el World Trade Center, pero ellos nunca aparecieron en la foto. Ni siquiera en la mítica instantánea de Almuerzo en el Rascacielos que inmortalizó a un grupo de obreros sentados en un andamio sobrevolando el cielo de Nuevo York. Ellos fueron un mito invisible, una leyenda, las águilas de la construcción.
No aparecieron en la foto, pero asumieron las labores más peligrosas que hicieron posible la creación de famosos edificios de Manhattan. Manejar fraguas portátiles al rojo vivo a alturas de más de 350 metros fue una de ellas
En la imagen Roger Horne, un herrero de Mohawk mirando al infinito en una construcción entre Park Avenue y 53rd Street. 1970-1971. | David Grant Noble. Cortesía del National Museum of the American India.
Por BEGOÑA MARÍN
16 JUL 2019 - 10:51 CEST
Cuando pasado el horror del 11 de septiembre de 2001 donde se habían elevado las Torres Gemelas en el World Trade Center quedó un profundo agujero, los indios Mohawk sintieron que parte de su historia se había destruido con ellas. Sus antepasados habían construido esas torres, y la mayoría de los rascacielos más icónicos de Nueva York, como el Rockefeller Center o el Chrysler Building. Manhattan no hubiera sido posible sin ellos, los guerreros del hierro, enormemente codiciados por su falta de vértigo. O al menos, esa era la fama que les precedía.
Esta leyenda de los mohawks se remonta a 1850 y se sitúa en tierras canadienses. La Dominion Bridge Company quería construir el Puente Victoria sobre el río San Lorenzo. El tramo sur se situaba dentro de la reserva Kahnawake, cerca de Montreal, donde vivía esta tribu. Así que para obtener el permiso y erigir el puente en las tierras de la reserva, la compañía tuvo que contratar a los nativos para que extrajeran piedra para su fundación.
Al finalizar la jornada de trabajo, los hijos de los obreros se infiltraban en la construcción y jugaban al pilla-pilla escalando con soltura la estructura inacabada. Se atrevían a subir por una estructura de 45 metros y correr sobre el hierro. Los trabajadores de la compañía trataban de ahuyentarlos del puente por miedo a que cayeran, pero ellos no hacían caso. Su agilidad pronto atrajo la atención de la empresa, que vio la forma de aprovechar este don innato.
En 1886, un segundo proyecto canadiense, el Puente Negro, brindó a la compañía la oportunidad de poner a prueba a los pequeños mohawk. Doce adolescentes fueron entrenados para trabajar como remachadores, un oficio que era difícil de cubrir por su grado de dificultad. Los muchachos se iniciaron en esta técnica con facilidad, sobresaliendo en el trabajo más traicionero de la industria, y ganándose el apodo de "Las maravillas sin miedo".
En 1907 la tragedia les golpeó cuando el tramo sur del puente de Quebec se derrumbó y mató a 96 hombres. Treinta y tres de ellos eran mohawks. Al informar sobre el accidente, The New York Times enumeró a todos los trabajadores estadounidenses y canadienses fallecidos como homenaje. En aquella lista no apareció ninguno de los 33 indios. Eran los obreros invisibles.
Pero ni las muertes ni el anonimato les alejaron de la construcción. Según un anciano de la tribu citado en un artículo del New Yorker en 1949, "la fatalidad aumentó su determinación e hizo que esta profesión cobrara mayor interés para ellos. Se sentían orgullosos de poder desarrollar una tarea tan peligrosa. Todos querían entrar en el sector".
Ocho años después de aquella tragedia, la Junta Americana de Comisionados Indios informó de que 587 de los 651 hombres en edad de trabajar pertenecían al sindicato de trabajadores del hierro. En el futuro, los hombres trabajarían en cuadrillas más pequeñas y en diferentes tareas, asegurando que ningún accidente individual acabaría con la pérdida de tantos miembros de una comunidad.
Los que más se jugaban la vida y los que menos la perdían
Al otro lado de la frontera, en Nueva York, comenzaba el auge de la construcción gracias a las posibilidades que brindaba el acero. Y se produjo una gran demanda de obreros cualificados. La distancia entre la reserva de Kahnawake y la Gran Manzana era de 12 horas y media en coche por tortuosas carreteras. Pero estos indios querían trabajar y sabían que los salarios allí eran altos, así que no dudaron en ir a la tierra prometida. Algunos se mudaron con sus familias a un barrio cercano a Downtown que acabó conociéndose como Little Caughnawaga, y que llegó a tener 800 habitantes.
A pesar de su destreza, el trabajo resultaba extraordinariamente peligroso. Atravesar vigas de solo 25 centímetros con un cinturón de herramientas de más de 20 kilogramos dejaba poco espacio al error. Si además corrían vientos fuertes, un paso en falso podía acabar en un salto mortal sin red. Por eso, los mohawks, que nunca demostraban tener temor a las alturas, siempre trabajaban con alguien de confianza a su lado.
La construcción de estructuras de acero requería tres tipos de cuadrillas de trabajo: levantamiento, montaje y remachado. En esta última intervenían los mohawks. Era la que tenía encomendada la tarea más peligrosa —que todo quedara fijado— y con la que no se atrevían, o para la que no alcanzaban la destreza necesaria, el resto de trabajadores, en su mayoría inmigrantes irlandeses o polacos. Los remachadores debían usar fraguas portátiles para quemar carbón hasta que estuviera al rojo vivo a alturas de más de 350 metros, posando sus pies en andamios de madera.
Debían malear el hierro para encajar los remaches en los agujeros y luego usar martillos neumáticos para que el remate quedara asegurado. Según los constructores, "manejaban estas herramientas como si estuvieran pasándose los huevos con jamón del almuerzo". Ellos eran quienes más se jugaban la vida y, sin embargo, quienes menos la perdían. En la construcción del Rockefeller Center, por ejemplo, murieron cinco personas, ninguno de la tribu. De lo que no se libraban era de sufrir heridas a diario: piel quemada, dedos aplastados, brazos rotos, cortes y moratones.
El mito de la falta de vértigo
Pero, ¿de verdad no tenían vértigo? "No es cierto que no temamos caer al vacío", confiesa Kyle Karonhiaktatie Beauvais, un descendiente de los artífices de las Torres Gemelas, "pero contamos con la experiencia de los veteranos y la responsabilidad de mantener una tradición que tanto orgullo nos ha proporcionado". Tienen miedo a las alturas, como cualquier humano, pero aseguran que lo gestionan mejor.
Ahora, la sexta generación de los indios del hierro no tiene fácil seguir los pasos de sus antepasados. Más de 2.000 aspirantes se presentan todos los años para ingresar en la mejor escuela de capacitación de aprendices en EE.UU., de los que solo logran acceder entre 80 y 100. Local 40, institución asociada con el sindicato de trabajadores del acero, ofrece tres años de formación en soldadura, manejo de grúas y otras habilidades necesarias para la profesión. Y a los mohawks no les sirven las credenciales históricas. Randy Jacobs, uno de los instructores, admite entre bromas que la prueba de admisión es propia de un programa espacial. Entre otras demostraciones les exigen escalar una viga de hierro de nueve metros y levantar pesas de 11 kilogramos a una plataforma elevada tan rápido como puedan. Solo la superan unos pocos.
Los ancianos de aquella tribu nunca imaginaron que sus descendientes tuvieran que pelear entre miles de personas para hacerse un hueco en las alturas. Tampoco imaginaron que sus tataranietos verían cómo se desplomaban aquellas dos torres de Manhattan que ellos elevaron. Doscientos mohawks trabajaron en el World Trade Center, pero ellos nunca aparecieron en la foto. Ni siquiera en la mítica instantánea de Almuerzo en el Rascacielos que inmortalizó a un grupo de obreros sentados en un andamio sobrevolando el cielo de Nuevo York. Ellos fueron un mito invisible, una leyenda, las águilas de la construcción.
Las incomodidades de viajar a la Luna
NASA ID: AS12-46-6728, Keywords: Apollo, Apollo 12, Moon, Center: JSC, Date Created: 1969-11-19
AS12-46-6728 (19 Nov. 1969) --- Astronaut Alan L. Bean, lunar module pilot for the Apollo 12 mission, is about to step off the ladder of the Lunar Module to join astronaut Charles Conrad Jr., mission commander, in extravehicular activity (EVA). Conrad and Bean descended in the Apollo 12 LM to explore the moon while astronaut Richard F. Gordon Jr., command module pilot, remained with the Command and Service Modules in lunar orbit.
Vía El País.
Así comían, bebían y hacían sus necesidades los astronautas que pisaron el satélite
Por Rafael Clemente
16 JUL 2019 - 10:38 CEST
Comparado con las cápsulas utilizadas anteriormente (las Mercury y Gemini), los Apolo resultaban casi palaciegos. Al menos, los astronautas podían soltarse los cinturones de seguridad, flotar por la cabina e incluso dar alguna voltereta. Tan solo cuatro años antes, los dos ocupantes del Gemini 6 habían tenido que sufrir 15 días encerrados en un cubículo del tamaño de un coche pequeño –un Smart, por ejemplo- sin poder abandonar sus asientos. Ni para comer, ni para dormir, ni siquiera para atender a sus necesidades fisiológicas.
Los menús también habían mejorado. Lejos ya la época de la comida envasada en tubos como pasta de dientes, los astronautas del Apolo disponían de una variedad de platos seleccionados a medida de sus gustos.
Para ahorrar peso, toda la comida a bordo iba en forma deshidratada y envasada al vacío. O cortada en porciones que pudieran tomarse en una cucharada. Pavo en salsa, coctel de gambas (el favorito de Aldrin), espaguetis, pastel de chocolate...
Otra cosa eran los espartanos menús para consumir una vez en la Luna: Sopa de pollo, estofado, fruta seca y varias clases de zumos. Y por si los astronautas querían “picar” algo entre horas, tenían a su disposición pan y ensalada de jamón (esta sí, en tubo para esparcirla fácilmente sobre la tostada).
Todos los platos iban en bolsas de plástico provistas de una boquilla donde ajustar el caño de una pistola dispensadora de agua. Fría o caliente, a gusto. El contenido tenía que mezclarse durante tres minutos y, a continuación, cortar un extremo de la bolsa y sorberlo directamente por la boca.
A bordo del Apolo no se embarcaba agua potable. Toda la que consumían los astronautas era un subproducto de las pilas de combustible en las que se generaba electricidad haciendo reaccionar hidrógeno y oxígeno. El resultado era una líquido tan inocuo como insípido, próximo al agua destilada pero, eso sí, lleno de burbujas de gas.
Se probó todo lo imaginable para eliminar las molestas burbujas: presionar las bolsas de plástico para confinarlas en un extremo, centrifugarlas, utilizar filtros... Todo fue inútil. Los astronautas sufrieron de gases en el estómago durante todo el viaje. Solo más adelante se encontró una solución, mediante unos catalizadores de plata y paladio que absorbían los gases con bastante eficacia.
Preparar e ingerir la comida era una tarea relativamente rápida; el proceso opuesto, no. Todos los astronautas, sin excepción, odiaban el sistema de eliminación de residuos, en especial, los sólidos. Ir de vientre en ingravidez podía suponer tres cuartos de hora de preparaciones: abrir el culote del mono de vuelo, seleccionar una bolsa de plástico adhesiva, adaptarla a las nalgas y utilizarla confiando en que hubiese quedado bien sujeta, cosa que no siempre sucedía.
Es legendario el episodio de los tripulantes del Apolo 10, quienes mientras sobrevolaban la cara oculta descubrieron una masa flotante de inconfundible aspecto. Tras una breve inspección ocular ninguno de los tres aceptó su paternidad. Aparte de la repugnancia que provocaba, un residuo así resultaba peligroso porque podía acabar pegado en el panel de mandos o escabullirse en cualquier rincón de los equipos de la nave.
Una vez utilizada, los astronautas debían echar una pastilla germicida en cada bolsa de heces y amasar bien su contenido. Otro procedimiento poco popular. El paquete se guardaba en un cajón hermético, en la confianza de que su contenido no fermentase y produjese gases que podían reventarlo. Si esto sucedía, el compartimento disponía de un sencillo sistema de alarma: una válvula que se abría al superar la presión cierto límite y esparcía el olor por toda la cabina.
El manejo de la orina era más simple. Una manguera provista de un adaptador intercambiable para cada astronauta. El líquido se expulsaba directamente al exterior a través de una válvula y un tubo de descarga. Como en el espacio la orina podía congelarse y obstruir la tobera de salida, esta iba calefactada. Y para garantizar un buen flujo del calor, estaba recubierta con el mejor conductor disponible: una fina capa de oro.
Otro peligro muy real eran los vómitos. Aproximadamente la mitad de los astronautas sufrían náuseas y mareos durante sus primeras horas en el espacio, con los restos de su última comida flotando en el interior del estómago. Las arcadas podían sobrevenir de repente. La cosa podía ser grave puesto que durante el lanzamiento y fases iniciales del vuelo, era obligatorio llevar puesto el casco “de pecera”.
La ingravidez puede jugar otras malas pasadas. El sudor, por ejemplo. En ausencia de peso, se acumula sobre la piel, sin llegar a evaporarse del todo. Durante el programa Gemini, varios astronautas tuvieron que hacer grandes esfuerzos para evolucionar por el espacio, lo que resultó en arritmias, estrés e intensa sudoración. En el caso de Eugene Cernan, copiloto del Gemini 9, el sudor se acumuló en los ojos y empañó el visor de tal forma que hubo de regresar al interior de la nave a tientas.
13.7.19
Melodías del recuerdo en el primer centenario [1966] de Antofagasta, la ciudad del gran impulso. Edición especial del Comité Ejecutivo del Centenario: Pampa, Vals Antofagasta, Adiós al 7º de Línea, Antofagasta Despierta
A-100
MELODIAS DEL RECUERDO EN EL PRIMER CENTENARIO DE ANTOFAGASTA
LADO l
l . VALS ANTOFAGASTA (A. Carrera)
M. CONTARDO y su Orquesta
2. PAMPA (Lira - Silva )
LOS GUAINAS
LADO 2
l. ADIOS AL 7º DE LÍNEA (Mancilla)
ORFEON NAC. CARABINEROS DE CHILE
Sub-Director R. Aciares
2. ANTOFAGASTA DESPIERTA (H. Lagos O.)
LOS DE LA ESCUELA
MENSAJE DE ANTOFAGASTA
Antofagasta, LA CIUDAD DEL GRAN IMPULSO, cumple en 1966 sus primeros cien años de existencia. Puede expresar con auténtico orgullo , que este su primer Siglo ha marcado profunda huella en la historia nacional. Y, con sacrificio, tesón, voluntad, trabajo y patriotismo, ha conquistado un lugar preferente en el corazón de Chile.
Hay algo más, sin embargo. El esfuerzo de sus hombres se ha detenido a veces en mitad de la agotadora jornada, para golpear el espíritu de Chile en sus fibras más sensibles, con hermosas melodías que recorren la Patria de uno a otro confín. Un puñado de ellas -aunque no todas las que hubiéramos deseado- están grabadas en estos surcos sonoros. Las entregamos con agrado a todos los antofagastinos y a todos los chilenos, en la confianza plena de que removerán recuerdos gratos en quienes, presentes o distantes, siguen manteniendo afectos imborrables por esta ciudad nacida al calor de la aventura, pero que se empina hacia la cúspide movida por el incontenible impulso creador de los que son sus hijos.
ANTOFAGASTA, Año del Centenario.
FLOREAL RECABARREN ROJAS
Alcalde y Presidente del Comité Ejecutivo
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7.7.19
Muere João Gilberto, el "padre del bossa nova"
Vía Redacción BBC News Mundo
Joao Gilberto, uno de los músicos de referencia más importantes de Brasil, falleció a los 88 años de edad.
El afamado músico es considerado como una pieza fundamental en la internacionalización de la música brasileña alrededor del mundo.
El cantante, guitarrista y compositor era reconocido mundialmente por ser el pionero del género del bossa nova, que alcanzó gran reconocimiento alrededor del mundo en la década de 1960.
La versión del tema "La chica de Ipanema" que Gilberto grabó junto a su esposa Astrud Gilberto y al músico estadounidense Stan Getz en 1964 fue una contribución crucial a la popularización de este género fuera de las fronteras de Brasil.
Informes de prensa señalan que Gilberto falleció en su casa en Río de Janeiro, luego de sufrir una larga convalecencia.
En un mensaje publicado en Facebook, su hijo confirmó este sábado el deceso.
"Su lucha fue noble, intentó mantener la dignidad", escribió Marcelo Gilberto.
Revolución musical
Nacido en el estado nororiental de Bahía en 1931, Gilberto comenzó a cantar a la edad de 18 años.
Se considera que su grabación del tema "Chega de Saudade" a finales de 1958 revolucionó la música brasileña de la época.
"Distribuida sin alardes ni expectativas dos meses después, tenía un minuto y 59 segundos de duración. Pero nunca una pieza musical tan breve significó tanto, dividiendo a la cultura brasileña en un antes y un después", escribió el periodista Ruy Castro sobre el impacto de la versión que Gilberto hizo de esta canción de Antonio Carlos Jobim y de Vinicius de Moraes.
Castro, quien es autor de varias publicaciones sobre la historia del bossa nova, señala cómo la influencia de Gilberto no paró crecer desde entonces.
"Su descubrimiento por parte de músicos y cantantes estadounidenses le garantizó un culto que empezó en 1962 y nunca más se detuvo", escribió Castro este sábado en un texto publicado por el diario Folha de Sao Paulo.
"El disco Getz/Gilberto es aún el álbum de jazz más vendido de la historia, lo que es sorprendente dado que se trata en realidad de un disco de bossa nova ¡y está cantado en portugués!", agrega.
El estilo de Gilberto, en el que se mezclaban influencias musicales tradicionales y modernos, inspiró el surgimiento del género del bossa nova y dejó una huella indeleble en las siguientes generaciones de músicos no solamente en Brasil sino también fuera de sus fronteras.
"No es una exageración decir que él fue uno de los músicos más influyentes del siglo XX, como guitarrista y también como cantante. Una pérdida enorme", dijo en su cuenta de Twitter Ted Gioia, uno de los críticos e historiadores de la música contemporánea más reconocidos en Estados Unidos.
"De Peggy Lee y Doris Day, en aquellos días, a Diana Krall y Stacey Kent, pasando por Frank Sinatra, no ha habido un gran cantante o artista instrumental estadounidense que no estuviera influenciado por su 'mezcla' de voz y guitarra", destacó Castro.
Bernardo Araujo, un periodista musical del periódico brasileño Globo, le dijo a la agencia AFP el año pasado que la influencia de Gilberto era "incalculable".
"Él era la voz principal del estilo musical brasileño más conocido en el mundo y un revolucionario sin ni siquiera tener intención de serlo", afirmó Araujo.
Gilberto no había sido visto en público desde hace varios años.
Las causas de su muerte aún no han sido informadas oficialmente.
2.7.19
Cómo la tuberculosis y los rayos X cambiaron la arquitectura y nuestras ciudades
Vía El País.
La obsesión por evitar el polvo y la nueva visión que iluminaron los avances en técnicas diagnósticas renovaron las normas constructivas. Hoy, enfermedades como las alergias o el autismo configuran nuevas formas de crear edificios
Por Ianko López
2 JUL 2019 - 11:24 CEST
La relación entre la enfermedad y la arquitectura puede no resultar evidente, y sin embargo está ahí. Para la arquitecta y teórica Beatriz Colomina (Madrid, 1952) es incluso el tema sobre el que han girado la mayor parte de sus investigaciones durante las últimas cuatro décadas. En 1980, y tras haber estudiado arquitectura en Barcelona, llegó como fellow al New York Instiute for the Humanities, donde coincidió con compañeros tan prestigiosos como la escritora Susan Sontag. Hacía un par de años que se había publicado un libro de esta última, Illness as Metaphor (Picador USA, 1978), donde se cuestionaba y exploraba el entramado simbólico asociado a distintas enfermedades (ella misma estaba tratándose de un cáncer de mama mientras lo escribía, aunque esta circunstancia no se citaba en el texto), entre ellas la tuberculosis, tradicionalmente considerada una "enfermedad creativa".
"Aquel libro me causó una gran impresión", explica Beatriz Colomina a ICON Design. "Y de repente empecé a ver la arquitectura moderna desde el punto de vista de la enfermedad, incluyendo todas las patologías, reales o imaginarias". Agorafobia, claustrofobia, desórdenes nerviosos en general… y, sobre todo, la tuberculosis.
En su libro X-Ray Architecture (Lars Müller Publishers, 2019), publicado en inglés, condensa la relación particularmente intensa entre esta última dolencia y la arquitectura moderna. Colomina explica aquí cómo en el siglo XIX y principios del siglo XX se extendió en la sociedad occidental una obsesión por la tuberculosis y por los medios para combatirla —la higiene extrema, la adecuada ventilación, la aversión al polvo, las paredes blancas—, que habrían determinado los derroteros del Movimiento Moderno de Arquitectura.
Así, se remite a un edificio totémico de la modernidad nórdica, el sanatorio para tuberculosos en Paimio de Alvar Aalto, proyectado en 1929, donde incluso las uniones entre los muros y el suelo son redondeadas para evitar la acumulación del polvo, considerado letal para los enfermos (al describir cómo los cadáveres de los enfermos menos afortunados eran hurtados al ojo del resto de los pacientes y después rápidamente desalojados, Colomina obtiene uno de los fragmentos más fascinantes de su análisis).
Pero el libro no se limita a glosar casos tan evidentes como este: también dedica un buen número de páginas a desarrollar el caso de Le Corbusier, cuyas viviendas orientadas al sol, con amplias terrazas y azoteas en los que practicar la "vida sana" —irónicamente, Colomina advierte de que, al parecer, el riesgo de desarrollar cáncer de piel no entraba en sus cálculos—, y elevadas sobre pilotes para despegarse del contacto con la tierra insalubre, serían consecuencia de esta misma obsesión con la infección pulmonar. Se recuerda asimismo cómo en su ensayo Vers une architecture (1923) el arquitecto suizo ya había denunciado las casas tradicionales como agentes debilitantes del organismo.
Por cierto, Colomina tampoco teme explorar las vinculaciones entre Le Corbusier y el fascismo a partir de su relación con el doctor Pierre Winter, que le introdujo en el culto a la actividad física al aire libre como medio para librarse de la fatiga y el estrés. Además de amar la práctica deportiva, Winter era seguidor de Georges Valois, el autoproclamado Mussolini francés que fundó el partido ultraderechista Le Faisceau en 1925. "El impulso totalitario está por todas partes en la obra de Le Corbusier", afirma Colomina. "Era muy controlador, y para él la salud era una excusa para crear nuevas reglas. En cuanto a Winter, él llega a escribir del plan de Le Corbusier para París que solo un fuerte programa de urbanismo, el de un gobierno fascista, es capaz de adaptar la ciudad moderna a las necesidades de todos".
Visión de rayos X: cuando el interior deja de ser oculto
Tan interesante o más que todas estas vinculaciones es la que Colomina establece entre la arquitectura y los rayos X en su aplicación al diagnóstico médico, un descubrimiento de finales del siglo XIX que revolucionó el modo en que el ser humano contemplaba la realidad, cambiando para siempre las nociones de lo interior y lo exterior, de lo visible y lo invisible, que de pronto quedaban invertidas. Las célebres y muy influyentes casas de cristal de Richard Neutra o Mies Van der Rohe se habrían hecho eco de esta nueva cosmovisión, en la que la transparencia de los muros permitía contemplar desde el exterior las entrañas de la vida doméstica, antes ocultas.
Este paradigma aún perdura, y no solo por la vigencia de los muros de cristal en distintas tipologías arquitectónicas. Basta con pararnos a pensar en momentos de nuestra vida cotidiana que ya damos por hecho, como cuando debemos coger un avión o un tren, o simplemente acceder a algunos edificios institucionales. "¿Cuántas veces al día somos escaneados?", se pregunta Colomina. "El de los rayos X no es un capítulo cerrado, e incluso quizá se haya intensificado".
Pero cada época tiene su enfermedad característica, y del mismo modo que hace más de un siglo advino el imperio de la tuberculosis, nuestros tiempos están marcados entre otros fenómenos por la infección por VIH. De hecho es importante recordar que, poco después de que Susan Sontag publicara el ensayo que sirvió de inspiración para la línea de investigación de Beatriz Colomina, estallaba oficialmente la crisis del sida. Y la arquitectura tampoco ha sido inmune a sus efectos, como admite la arquitecta española: "Cada enfermedad cambia el paisaje de la arquitectura. Uno de mis estudiantes de doctorado, Ivan López Munuera, está estudiando el impacto arquitectónico y urbanístico del sida. Y hoy tenemos otro tipo de enfermedades con efectos diferentes: piensa en la epidemia de alergias, o en el autismo. La arquitectura no puede permanecer igual".
La obsesión por evitar el polvo y la nueva visión que iluminaron los avances en técnicas diagnósticas renovaron las normas constructivas. Hoy, enfermedades como las alergias o el autismo configuran nuevas formas de crear edificios
Por Ianko López
2 JUL 2019 - 11:24 CEST
La relación entre la enfermedad y la arquitectura puede no resultar evidente, y sin embargo está ahí. Para la arquitecta y teórica Beatriz Colomina (Madrid, 1952) es incluso el tema sobre el que han girado la mayor parte de sus investigaciones durante las últimas cuatro décadas. En 1980, y tras haber estudiado arquitectura en Barcelona, llegó como fellow al New York Instiute for the Humanities, donde coincidió con compañeros tan prestigiosos como la escritora Susan Sontag. Hacía un par de años que se había publicado un libro de esta última, Illness as Metaphor (Picador USA, 1978), donde se cuestionaba y exploraba el entramado simbólico asociado a distintas enfermedades (ella misma estaba tratándose de un cáncer de mama mientras lo escribía, aunque esta circunstancia no se citaba en el texto), entre ellas la tuberculosis, tradicionalmente considerada una "enfermedad creativa".
"Aquel libro me causó una gran impresión", explica Beatriz Colomina a ICON Design. "Y de repente empecé a ver la arquitectura moderna desde el punto de vista de la enfermedad, incluyendo todas las patologías, reales o imaginarias". Agorafobia, claustrofobia, desórdenes nerviosos en general… y, sobre todo, la tuberculosis.
En su libro X-Ray Architecture (Lars Müller Publishers, 2019), publicado en inglés, condensa la relación particularmente intensa entre esta última dolencia y la arquitectura moderna. Colomina explica aquí cómo en el siglo XIX y principios del siglo XX se extendió en la sociedad occidental una obsesión por la tuberculosis y por los medios para combatirla —la higiene extrema, la adecuada ventilación, la aversión al polvo, las paredes blancas—, que habrían determinado los derroteros del Movimiento Moderno de Arquitectura.
Así, se remite a un edificio totémico de la modernidad nórdica, el sanatorio para tuberculosos en Paimio de Alvar Aalto, proyectado en 1929, donde incluso las uniones entre los muros y el suelo son redondeadas para evitar la acumulación del polvo, considerado letal para los enfermos (al describir cómo los cadáveres de los enfermos menos afortunados eran hurtados al ojo del resto de los pacientes y después rápidamente desalojados, Colomina obtiene uno de los fragmentos más fascinantes de su análisis).
Pero el libro no se limita a glosar casos tan evidentes como este: también dedica un buen número de páginas a desarrollar el caso de Le Corbusier, cuyas viviendas orientadas al sol, con amplias terrazas y azoteas en los que practicar la "vida sana" —irónicamente, Colomina advierte de que, al parecer, el riesgo de desarrollar cáncer de piel no entraba en sus cálculos—, y elevadas sobre pilotes para despegarse del contacto con la tierra insalubre, serían consecuencia de esta misma obsesión con la infección pulmonar. Se recuerda asimismo cómo en su ensayo Vers une architecture (1923) el arquitecto suizo ya había denunciado las casas tradicionales como agentes debilitantes del organismo.
Por cierto, Colomina tampoco teme explorar las vinculaciones entre Le Corbusier y el fascismo a partir de su relación con el doctor Pierre Winter, que le introdujo en el culto a la actividad física al aire libre como medio para librarse de la fatiga y el estrés. Además de amar la práctica deportiva, Winter era seguidor de Georges Valois, el autoproclamado Mussolini francés que fundó el partido ultraderechista Le Faisceau en 1925. "El impulso totalitario está por todas partes en la obra de Le Corbusier", afirma Colomina. "Era muy controlador, y para él la salud era una excusa para crear nuevas reglas. En cuanto a Winter, él llega a escribir del plan de Le Corbusier para París que solo un fuerte programa de urbanismo, el de un gobierno fascista, es capaz de adaptar la ciudad moderna a las necesidades de todos".
Visión de rayos X: cuando el interior deja de ser oculto
Tan interesante o más que todas estas vinculaciones es la que Colomina establece entre la arquitectura y los rayos X en su aplicación al diagnóstico médico, un descubrimiento de finales del siglo XIX que revolucionó el modo en que el ser humano contemplaba la realidad, cambiando para siempre las nociones de lo interior y lo exterior, de lo visible y lo invisible, que de pronto quedaban invertidas. Las célebres y muy influyentes casas de cristal de Richard Neutra o Mies Van der Rohe se habrían hecho eco de esta nueva cosmovisión, en la que la transparencia de los muros permitía contemplar desde el exterior las entrañas de la vida doméstica, antes ocultas.
Este paradigma aún perdura, y no solo por la vigencia de los muros de cristal en distintas tipologías arquitectónicas. Basta con pararnos a pensar en momentos de nuestra vida cotidiana que ya damos por hecho, como cuando debemos coger un avión o un tren, o simplemente acceder a algunos edificios institucionales. "¿Cuántas veces al día somos escaneados?", se pregunta Colomina. "El de los rayos X no es un capítulo cerrado, e incluso quizá se haya intensificado".
Pero cada época tiene su enfermedad característica, y del mismo modo que hace más de un siglo advino el imperio de la tuberculosis, nuestros tiempos están marcados entre otros fenómenos por la infección por VIH. De hecho es importante recordar que, poco después de que Susan Sontag publicara el ensayo que sirvió de inspiración para la línea de investigación de Beatriz Colomina, estallaba oficialmente la crisis del sida. Y la arquitectura tampoco ha sido inmune a sus efectos, como admite la arquitecta española: "Cada enfermedad cambia el paisaje de la arquitectura. Uno de mis estudiantes de doctorado, Ivan López Munuera, está estudiando el impacto arquitectónico y urbanístico del sida. Y hoy tenemos otro tipo de enfermedades con efectos diferentes: piensa en la epidemia de alergias, o en el autismo. La arquitectura no puede permanecer igual".
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