10.5.14

Industria y ciudad, no seamos como la ciudad envenenada de Italia


Vía El País.

La ciudad envenenada de Italia

Por Pablo Ordaz.

El Estado italiano sigue desoyendo las advertencias de jueces y ecologistas sobre los efectos perniciosos para la población de Taranto de una planta siderúrgica

¿Salud o trabajo?, les plantearon durante años, y ellos se creyeron que no había otra alternativa, y entre el peligro de una enfermedad probable y el hambre inmediata de sus hijos, eligieron seguir trabajando en la gran fábrica de acero instalada al costado de sus casas. Y ahora están aquí, llevando al reportero de un lado a otro a través de un barrio pintado de marrón para disimular el polvo de hierro que llueve lentamente sobre sus cabezas. Y desde el cementerio a una escuela infantil donde está prohibido jugar en los jardines, envueltos en cinta naranja como regalos envenenados, se paran delante de la placa que mandó colocar el señor Corisi en la fachada de su casa aquel día que los médicos le avisaron de su destino inminente: “Enésimo fallecido por neoplasia pulmonar. Tamburi (Taranto). 8 de marzo de 2012”.

En realidad, Giuseppe Corisi quería que, en vez de “enésimo”, su esposa Graziella y sus hijas Stefania y Sabrina pusiesen el número exacto que a él le correspondía en la larga lista de los caídos por culpa de los efluvios de la planta de Ilva, el grupo siderúrgico más grande de Europa. Pero ni entonces hubo, ni todavía hay, manera de encontrar el dato exacto. Solo un informe encargado hace un par de años por la fiscalía de Taranto, una ciudad de casi 200.000 habitantes en la región de Puglia —en el tacón de la bota italiana— arroja una idea del desastre silenciado. Desde 2005 a 2012, unas 11.000 personas fallecieron por enfermedades —principalmente cardiovasculares y respiratorias— provocadas por los vertidos sin control de sustancias cancerígenas como las dioxinas y los benzopirenos.

La fiscalía sostiene que la familia Riva, dueña desde 1995 de la acería que hasta entonces había pertenecido al Estado, es la responsable de “una constante y repetida actividad contaminante realizada con conciencia y voluntad, por deliberada elección de los propietarios y directivos”, pero no solo de eso. De las interceptaciones telefónicas practicadas se desprende que también invirtió una parte de los grandes beneficios de una planta que produce 28.000 toneladas de acero al año, da trabajo directo a 12.000 personas e indirecto a 8.000, en tejer una red de sobornos y favores en la que supo atrapar hasta al obispo. Literalmente.

“¿O usted quién cree que levantó esta parroquia tan nueva en este barrio que se cae a pedazos?”. Gianfranco Carriglio fue de los primeros vecinos de Tamburi que se armaron de valor y, ante la reticencia e incluso la hostilidad de los sindicatos, denunció los efectos venenosos de la gran fábrica de acero. Un simple paseo desde la parroquia de Jesús Divino Trabajador hasta la escuela infantil Maria Grazia Deledda, situada a solo unas decenas de metros de la chimenea siderúrgica más alta de Europa, permite comprobar muy gráficamente hasta qué punto el sur de Italia es víctima todavía de un sistema corrupto, lento e ineficaz que siempre golpea a los más débiles.

“Mire”, dice Carriglio, “en ese portal vive un niño pequeño que ahora está recibiendo quimioterapia por la leucemia, nieto de un trabajador del Ilva que murió de cáncer. Pero en aquel otro portal de allí enfrente vive un chaval al que ya le han detectado un tumor en la próstata y no tendrá ni nueve años. Es difícil encontrar una casa donde no haya algún enfermo de cáncer o de asma, pero curiosamente en el hospital de Taranto no hay un servicio de oncología pediátrica y, por tanto, tampoco un registro de casos. ¿Y no se ha dado cuenta de que los jardines están rodeados de una cinta naranja y de un cartel con la ordenanza municipal que prohíbe entrar y sobre todo jugar o hacer ejercicio? La ley dice que es peligroso entrar en los parques, pero no vivir alrededor. Y todavía no ha visto lo mejor…”.

De los labios de Gianfranco, 66 años de edad vividos en su mayoría en el barrio, antes incluso de que se pusiera la primera piedra de la acería, brota una ironía amarga, un comentario de fastidio y hasta de vergüenza por tener que mostrar a un periodista extranjero el colmo de la indignidad: “Mire, esa es la escuela. Una escuela infantil con los patios clausurados por las cintas naranjas y la prohibición expresa de que los niños jueguen al aire libre. Cuando los muchachos vuelven a casa, sus madres tienen que lavarles la cara porque la traen brillante del polvo del mineral. Como si vinieran de una fiesta”.

Ni a los partidos políticos ni a los sindicatos ni tampoco a Nichi Vendola, presidente de la región de Puglia desde hace nueve años, líder de un partido que se llama Izquierda, Ecología y Libertad (SEL), se les ha ocurrido trasladar, al menos, la escuela de sitio, protegerla de la brisa del norte que lleva hasta el recreo las partículas de mineral y los gases contaminantes de la fábrica de acero. Según un estudio encargado por Alessandro Marescotti, presidente de Peacelink, la primera asociación que denunció los peligros de Ilva, “los niños del barrio de Tamburi respiran un aire tan contaminado que sufren los mismos efectos que si fumaran 1.000 cigarrillos cada año”. Desgraciadamente, nadie ha desmentido el informe.

Marescotti, maestro de profesión, dispara datos de espanto: “Los gramos de dioxinas que produce Ilva, y que están por encima de los permitidos, superan los de España, Reino Unido, Grecia y Austria juntas. Pero si estos datos son difíciles de entender, tal vez estos no: aquí tenemos prohibido comer el queso de nuestras ovejas o probar nuestros mejillones [aunque las mafias sigan controlando su venta en cada esquina y las autoridades permitiéndolo] y está prohibido apacentar a los animales a 20 kilómetros a la redonda. Tampoco a las madres se les recomienda dar de mamar a sus hijos, porque se ha detectado veneno en la leche materna… La clave del asunto es que las autoridades italianas, a diferencias de las alemanas, han permitido durante años que la producción siguiera sin atenerse a las normas de seguridad. Y ahora ya es demasiado tarde y costoso”.

La doctora Annamaria Moschetti es una de las pediatras que más ha estudiado los efectos perniciosos de la planta siderúrgica sobre la salud de los vecinos de Taranto y, en especial, del barrio de Tamburi. No le gusta hacer conjeturas sobre el número de muertes, pero sí quiere dejar claro que, tras los estudios encargados por la justicia, ya no queda duda científica del peligro para la salud que han provocado las malas prácticas de Ilva. De ahí que la justicia ordenara hace dos años la detención de ocho directivos de la empresa familiar, incluido el patriarca, Emilio Riva, fallecido hace unos días a los 88 años.

Por tanto, lo que la doctora Moschetti denuncia es que el Estado italiano, gobierno tras gobierno, siga poniendo en la misma balanza los intereses estratégicos de la industria del acero con las vidas de los vecinos de Tamburi: “Si Italia no es capaz de garantizar una producción de acero presentable sin poner en peligro la salud de los niños, que pare la producción, que se dedique a otra cosa. Y ahora permítame que no le hable como médico, sino como una madre de familia con sentido común: ¿cuántos kilos de acero hacen falta para compensar la muerte de un niño?”.

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