©throughthesandglass.
Vía Arquitectura Viva 152.
05/07/2013
El término cyborg fue acuñado en 1960 —una época marcada por los retos de la exploración del espacio— para nombrar al ser humano que, mejorado mediante la tecnología, podría ser capaz de sobrevivir en entornos extraterrestres. Desde entonces, la idea ha ido diseminándose por todos los saberes, desde las humanidades —recuérdense los polémicos debates sobre la pertinencia de alterar con medios cibernéticos la naturaleza humana— hasta las técnicas que, extrapolando la noción de cíborg a la ingeniería de materiales y dándole un nuevo sentido, han alumbrado una nueva generación de compuestos híbridos cuyas propiedades están a caballo entre lo mecánico y lo biológico, o que se obtienen mediante procesos biológicos.
Este último caso es el de los materiales que se están desarrollando en el contexto de un nuevo programa espacial: el hipotético viaje a Marte que, a largo plazo, implicaría la creación de hábitats humanos estables. Como el problema de construir dichos hábitats no consistiría tanto en la tecnología disponible como en el transporte de los materiales, algunas investigaciones —en particular, la dirigida por Lynn Rothschild, de la NASA— se están orientando a la síntesis in situ de fuentes de energía o de materiales de construcción. La biología sintética proporcionaría tales suministros gracias a pequeños paquetes de microorganismos adaptados a la atmósfera marciana, y programados para multiplicarse aprovechando las materias primas allí disponibles: el dióxido de carbono, el nitrógeno y también los residuos generados por los propios astronautas.
Varias bacterias serían las encargadas de este singular proceso productivo. La Anabaena prospera en condiciones extremas, metabolizando el nitrógeno y el dióxido de carbono en azúcares que podrían utilizarse como combustible o como alimento. Otras clases de microorganismos, como la Sporosarcina pasteurii, permitirían incluso sintetizar materiales de construcción: las bacterias transformarían en carbonato cálcico la urea procedente del orín humano, dando lugar a una especie de cemento con la misma resistencia a compresión del hormigón, que podría utilizarse para consolidar el material rocoso de la superficie marciana.
La biología sintética también está detrás de otros hallazgos no menos sorprendentes, aunque sí más pegados a la tierra, y que responden a varias líneas de investigación vinculadas con la tecnología constructiva. Entre ellas destaca la desarrollada por un grupo de la Universidad de Delft, que ha descubierto un método para fabricar un biocemento autorreparable, es decir, susceptible de atenuar la degradación que corrosión del acero produce en el hormigón armado. El material incorpora unas microcápsulas cerámicas que, por un lado, contienen esporas y, por el otro, el sustrato que las mantiene vivas (lactato cálcico). Estas esporas permanecen en estado latente hasta que entran en contacto con el agua —la misma que produce la corrosión de las armaduras—; en ese momento comienzan a producir de manera natural la calcita que va reparando el hormigón, sellando grietas de hasta medio milímetro de espesor.
Autogenerados o autorreparables, los nuevos materiales podrían depender menos de la ingeniería tradicional que de la biología.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario