© Archivo Claudio Galeno.
A fines de los años 70, nuestra familia se trasladó a vivir a Santa María en el centro del estado de Río Grande do Sul, en el extremo sur de Brasil. Nos instalamos en la ciudad universitaria de la Universidade Federal de Santa Maria (UFSM), que estaba a 10 kilómetros de Santa María, en Camobi un área que en esa época era rural, y que actualmente está muy urbanizada, como he podido comprobar mediante Google Maps.
Era un extenso campus universitario, cuyo plan maestro fue diseñado por los arquitectos Oscar Valdetaro y Roberto Nadalutti, con propuestas realizadas entre 1961 y 1962, sin embargo los edificios se fueron construyendo desde ese momento por etapas y por ejemplo el planetario recién se terminó en 1971. Era una urbanización que fundaba un asentamiento en medio de la naturaleza, en medio del campo.
Dentro del conjunto habían un área residencial con bloques racionalista, algunos eran para estudiantes de posgrado, así llegamos a vivir a un departamento de esos edificios, ya que mi padre Raúl era estudiante de Master en la escuela de Medicina Veterinaria, y mi madre Alicia que es dentista empezó y terminó cursó un especialización en la ciudad de Santa María, por lo que le tocaba viajar constantemente hacia el núcleo urbano, que también tenía mucha arquitectura del movimiento moderno.
© Archivo Claudio Galeno.
Muchos de los bloques residenciales estaban a medio construir, eran unas obras gruesas abandonadas, unas ruinas de la modernidad o unos enormes elefantes blancos. Con mis hermanos Raúl y Mauricio, que eran muy pequeños, y otros amigos, nos inventábamos juegos en ese enorme paisaje, con mucho vacío entre los edificios del campus. El entorno de los bloques residenciales era nuestro campo de juego, pero la aventura más osada eran las excursiones a los bloques abandonados. Los interiores de esos edificios estaban invadidos por agua de las lluvias, lleno de charcos, y en ese espacio sombrío crecían helechos y todo era extremadamente húmedo, un ambiente perfecto para sus principales habitantes los murciélagos, estaba lleno de ellos, y volaban por los patios interiores, y sin duda salían por la noche detrás de ese gran volumen de insectos que volaban por la noche.
Si los murciélagos eran fascinantes, por otro lado la noche en el campus era una experiencia muy exótica, en los extensos espacios entre los edificios, que estaban cubiertos de vegetación baja, volaban nubes de luciérnagas, y cazarlas era parte de nuestras hazañas. Por supuesto una luciérnaga encerrada en un frasco perdía toda la magia que producía su titileo aéreo y multitudinario sobre la vastedad de la oscuridad nocturna.
Como el campus era monumental, las avenidas y calles secundarias, estaba iluminadas pero no abundantemente. Frente a nuestro bloque habían cerca de tres postes con luces que sin duda eran insuficientes y predominaba la noche. Esas luminarias puntuales eran focos de atracción de una variedad enorme de insectos nocturnos. Volaban en círculos alrededor de la luz de todo tipo y tamaño de bichos, zancudos, mariposas de muchos tamaños, algunos inclasificables, escarabajos aterradores pero inofensivos, algunos de ellos, que eran negro brillante y gigantescos, tenían unas enormes tenazas. La mayoría de ellos chocaban con la pantalla de los focos y caían al suelo, así bajo la luz había un campos de insectos vivos y muertos que formaban un paisaje que podría recordar un paisaje del Bosco. Los que más sufrían eran los escarabajos, ya que debido a su estructura se volcaban con facilidad, y luego de espaldas no podían volver a poner las patas en el suelo. Su fin era la muerte. Por las mañana, las hormigas llegaban a hacer limpieza.
© Archivo Claudio Galeno.
Todo el campus estaba organizado entorno a un gran eje monumental, usualmente lo caminaba de vuelta de clases, el eje empezaba por la avenida Roraima, luego venia un gran arco que marcaba el acceso al campus, seguían una serie de edificios a ambos costados del eje: el hospital, los servicio, y una biblioteca muy singular e interior, donde tuve la oportunidad de ir muchas veces y donde mi padre pasaba mucho tiempo. Luego venia un extenso puente que cruzaba un pequeño valle que no tenía agua, más bien parecía un lecho seco. Siempre fue muy intrigante el puente que cruzaba ese espacio seco, en esa época no sabíamos que significaba eso, no había río, ni había agua, solo ese paisaje hundido y un poco salvaje que dividía virtualmente el campus en dos áreas y el puente que unía y que acentuaba esa topografía. Con el tiempo luego de estudiar el proyecto de Valdetaro y Nadalutti, entendí que el proyecto del campus incluía una laguna artificial que nunca se inundó, pero que el puente revelaba de forma enigmática.
A lo largo de ese valle transversal al gran eje, venia alineados bloques organizados como peineta. Los edificios se encajaban en la pendiente y albergaban una serie de facultades por un lado, con bosques de eucalipto en los vacíos entre ellos. En uno de esos bloques estaba la escuela de arte donde hacían cursos para los niños de la universidad durante las vacaciones. Tuve la fortuna de participar, y esa notable experiencia la he considerado mi primera incursión artística. La profesora nos enseñaba en los talleres donde habían mil técnicas que podíamos ejercitar, allí aprendí el grabado, o más bien a imprimir texturas sobre papel bajo una prensa, una experiencia alucinante y reveladora.
Al otro lado del puente se posicionaba el restaurante universitario y los bloques residenciales. Era amigo y compañero en la escuela de la hija de la concesionaria de ese restaurante. A diario, cuando volvía de la escuela me tocaba pasar por ese edificio a recoger una vianda con la comida que almorzábamos, ya que por la mañana todos estábamos fuera de casa. Era un sitio ruidoso y multitudinario, ya que prácticamente todo el campus acudía allí a alimentarse. Pasaba por el área de las bandejas, donde los estudiantes hacía fila para recoger sus raciones de comida, siempre acompañadas de arroz blanco y porotos negros. Me dejaban pasara a recoger la vianda a la cocina y luego salía por el área de servicio. La cocina era enorme con una ollas industriales, y una de ellas siempre estaba repleta de porotos. El personal eran prácticamente puras mujeres y eran muy amables. A veces me tocaba esperar y lo hacía juntando calas de las botellas de bebidas que venían con imágenes de los jugadores del mundial de fútbol de 1978. Recuerdo el fuerte olor a bebida y plástico que desprendían esas tapitas de metal, que tenían por el interior una especie de goma donde estaba impresa la imagen del jugador.
En otros momentos en nuestras expediciones de niños llegábamos a sitios reservados, como la escuela de medicina que quedaba en los bloques frente a al proyecto de laguna. Allí tenían una suerte de gabinete anatómico donde habían frascos con fetos y miembros humanos en formol. No se que hacíamos allí, llegábamos de intrusos a explorar.
© Archivo Claudio Galeno.
El eje monumental terminaba en un espacio amplio y en la distancia, en una parte más elevada, el prisma de varios pisos que ocupaba la rectoría, y por detrás de ese edificio un extenso bosque de pinos, verde oscuro y denso. Ese espacio que antecedía la rectoría, estaba rodeados de vías que partían lateralmente del gran eje y rodeaban todo ese espacio territorial. En ese campo verde quedaba un edificio singular el planetario, una cúpula achatada de hormigón que con su forma revelaba su contenido. Sin duda era un edificio aeroespacial como forma, y cuando ingresaba a asistir una presentación, además nos recostábamos a mirar esas proyecciones de diapositivas y de láser.
© Archivo Claudio Galeno.
Con los años he aprendido a apreciar la experiencia de vivir en un conjunto urbano proyectado bajo los principios de la modernidad. Los edificios eran singulares, y las distancias entre los edificios entregaban una gran sensación de libertad. Por otro lado era difícil controlar todo ese espacio natural, creo que no había suficiente personal para poder dominar esa naturaleza que siempre se hacía presente de una u otra forma. En invierno con las lluvias aparecían las ranas, y por las noches el croar permanente era un compañero de nuestra vida universitaria. Además estaban las densas neblinas, propias de esa zona del sur de Brasil, y en algunas épocas las escarchas. De una u otra forma la naturaleza tenía su espacio en la ruralidad urbanizada de esa ciudad universitaria. De allí la familia se mudó a Londrina, otra ciudad moderna, y la vida moderna continuó acomapañada de las obras de Vilanova Artigas.
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