Vía Justo Pastor Mellado Blog
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En el simposium de historia del arte organizado recientemente por el Instituto de Estética de la PUC, he presentado una ponencia sobre fotografía y paisaje en la representación de la Nación. El punto central de mi hipótesis se localiza en aquella constatación por la que la fotografía, en la segunda mitad del siglo XIX, construye el paisaje de los dos extremos del territorio: norte y sur. Me sostengo en dos experiencias: Oliver, para el norte, y los álbumes de colonos alemanes, para el sur. No hablo, todavía, del sur austral, respecto de la fotografía salesiana. Me basta, por el momento, con insistir en la constructividad del paisaje nortino a través de una tecnología que corresponde perfectamente con el desarrollo de las fuerzas productivas, ya que se articulan en esta empresa dos grandes tecnologías de la excavación.
El desarrollo de esta hipótesis, todavía en proceso de elaboración, se realiza en paralelo a dos acciones institucionalizantes, destinadas a trabajar la hipótesis sobre la viabilidad de escenas locales en territorios extremos. Viabilidad montada sobre dos experiencias de trabajo: una residencia en el extremo austral y una exhibición en el extremo norte. Primera diferencia: extrema desolación en el primero y extrema compresión en el segundo. Lo que equivale a reproducir el chiste metodológico que se instaura en la distinción entre naturaleza y cultura. O sea, demasiada naturaleza en el extremo sur y demasiada cultura en el extremo norte.
A favor de la última afirmación: la exhibición de que hablo supuso una visita de trabajo a Pisagua. En ese lugar, cultura y muerte están estrictamente condensadas. Cultura y ritos de enterramiento, para no decir menos: legales e ilegales. En una escena de compresión politico-militar que comprime las memorias de un desembarco, de una guerra civil, de un fondeo, de una relegación, de un campo de concentración, de una industria arruinada, etc., a lo largo de un siglo.
Es más: los enterramientos clandestinos se homologan, en su descubrimiento, a los entierros precolombinos. La excavación los hace homogéneos en la exhibición de su tecnología de desentierro.
En el extremo austral, la desolación parece imponerse. El asentamiento de los colonos (occidentales) es crítico y está comandado por el ejercicio de un modelo de depredación que condiciona la sobrevivencia. No solo la desolución precede la llegada del europeo, sino que ése te aferra al lugar montando dispositivos que potencian y relocalizan la desolación social. Me refiero a fines del siglo XIX y comienzos del XX en que la colonización está vinculada a la mantención de las condiciones de transporte marítimo en vías extremas. Esa relación entre naufragio, piratería e industria de la reparación náutica, es tan solo una de las estrategias de urbanización en medio de la desolación. El universo de las estancias corresponde, más que nada, a la construcción de enclaves productivos destinados a rentabilizar la depredación. El destino de ello ha sido el agotamiento del ciclo que la habilitó y hoy, sus ruinas pueden ser patrimonial izadas para dar lugar a la industria de la nostalgia pionera.
La pregunta que cae: ¿cómo ser artista contemporáneo en zonas extremas? Más aún: zonas extremas que coinciden con la ausencia de escena local. Ya he dicho: no basta con que existan artistas; se requiere de algo más. Con el agravante de que en esas zonas extremas, si bien no existe escena local de arte contemporáneo, sin embargo existe una fuerte historia social de la visualidad; o si se quiere, una consolidada historia de la visualidad social integrada.
En el norte, la fotografía salitrera de comienzos del siglo XX fue continuada por la fotografía boxeril, como operación que desplaza la representación de la corporalidad obrera. Lo que aquí sucede es que el tipo de formación corporal del pampino, derrotado en las luchas sociales explícitas, se toma la revancha en la regulada intimidad pública del gimnasio. Pues bien: este es el tipo de objeto sobre los que trabaja Bernardo Guerrero, sociólogo de CREA (Iquique) con quien viajamos a Pisagua, el 29 de octubre, en compañía del grupo de artistas que instala en dicha ciudad el proyecto “Transcripciones locales”, a cargo de la curatoria de Rodolfo Andaur. En este trance nos acompañó, igualmente, Carlos Flores del Pino, que estaba invitado a presentar una ponencia sobre el estado actual de la producción cinematográfica chilena. Su perspectiva de análisis activó dos cuestiones de método que se revelan de primera importancia a la hora de pensar en la consolidación de una tasa mínima de institucionalización; a saber, astucia y excentricidad.
Mientras esto ocurría en Iquique en los últimos días de octubre, hace exactamente un mes, participé en una residencia organizada por el grupo de artistas argentinos de Rio Gallegos, MAMEMIMOMU, en Punta Arenas. El exigencia metodológica era la misma: astucia y excentricidad. Es decir, economía de obras para instalar tasas mínimas y desplazamiento del eje de problemas. Por que en términos orgánicos, los problemas para definir una escena eran similares. La persistencia de MAMEMIMOMU demuestra que solo es posible existir en los extremos gracias a sólidas políticas de alianza con otras producciones que ponen la singularidad del lugar como eje. Pero al mismo tiempo, luchando contra quienes desde la tardomodernidad ilustrativa persisten en mantener condiciones de reproducción regresivas. Un ejemplo, en ambos extremos, que depende por añadidura de la relación literal y denotativa con la fotografía. En Punta Arenas se ha llegado a un límite con el traspaso a la pintura de las fotos de Gusinde, de un modo análogo a cómo en Iquique se tomó la costumbre de trasladar imágenes de geoglifos al espacio de cuadro. El desafío va más allá de eso. Consiste en reconocer la existencia de prácticas limítrofes que poseen un potencial de visualidad cuya densidad está directamente ligada a la singularidad de procedimientos de reproducción local de las condiciones de producción de subjetividad. Esto es ir al extremo de las relaciones, porque obligan a cruzar las obras con exigencias que provienen de la sociología, la arqueología, la biología, la glaciología, la geología, etc. Esto significa, como señala Carlos Flores del Pino, practicar la excentricidad; que toiene que ver con la voluntad local de dibujar una cancha propia. De este modo, la visita a Pisagua marcaba la diferencia respecto de proyectos artísticos que se formalizan en ejercicios realizados que toman lo local como escenografía para operaciones de intervención destinadas a satisfacer formatos ya sancionados por las políticas metropolitanas de carrera.
De modo análogo a cómo hago trabajar la hipótesis inicial, que describo al inicio de este texto, las experiencias de MAMEMIMOMU y de “Transcripción Local” reproducen por otro carril un espacio de trabajo destinado a pensar en diagramas de obra interpelados por la singularidad, ya sea de la sobrecarga de historia como de la desolación del paisaje. Dos modelos de urbanización marcan la diferencia con otros tipos de abordaje: el cementerio de Pisagua y las estancias patagónicas que habilitan la ruinificación de la historia. La astucia se localiza en el deslizamiento de los objetos de la mirada crítica, en las obras de artistas que leen la coyuntura productiva desde la interpelación de una cinematografía chilena reciente que actúa como síntomas de contracción/expansión metodológica. En el caso de los artistas argentinos, lo que los reúne no es la satisfacción de unos objetivos diseñados por institucionalidades metropolitanas, sino la recuperación de las trazas de intervención inicial de los primeros asentamientos en el territorio, convertido en paisaje mediante, también, la recuperación fotográfica de unas luchas sociales complejas. En tal caso, iquiqueños y gallegos, en los extremos, aseguran tasas mínimas de institucionalización cuyas condiciones de instalación definen la consistencia de una escena de visualidad que sobrepasa las restricciones de un campo endogámico de artes visuales, abriendo el juego a la re-posición de escena de las corporalidades.
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