Vía El País.
Superestrella del arte sensorial, el danés se interroga sobre los límites de la percepción en dos nuevas exposiciones en Francia y Dinamarca
Por Álex Vicente
La primera vez que Olafur Eliasson (Copenhague, 1967) presentó su obra frente al mundo tenía 15 años. Colgó un puñado de dibujos de gran formato en las paredes de una improvisada galería e invitó a sus amigos a observar el resultado. “Me puse nervioso y lo pasé mal, pero a la vez quería que todo el mundo viniera. Por extraño que parezca, me sentía exactamente igual que hoy”, rememora un par de horas antes de la inauguración de su nueva exposición. El estatus de este hombre de rictus hierático y aspecto indudablemente escandinavo ha cambiado bastante desde entonces. Ya no se encuentra en un garaje de extrarradio, sino en la Fundación Louis Vuitton, gigantesco palacio de cristal firmado por Frank Gehry y convertido en última atracción del concurrido circuito parisiense. Eliasson, estrella de ese arte sensorial que hoy invade los museos de medio mundo, acaba de ser escogido para inaugurar su programa de exposiciones.
La muestra se titula Contact y le sirve para explorar, con la falta de comedimiento que ya es marca de la casa, “la relación entre uno mismo, el espacio y el universo”. Eliasson pretende empujar al visitante hacia cierto vértigo existencial a través de un puñado de ilusiones ópticas que hacen tambalear los cinco sentidos, fuentes estroboscópicas que dejan estupefacta a la retina y bolas de cristal que dan cuenta de lo que sucede en el exterior mientras exploramos las salas de este oscuro subterráneo. La comisaria Suzanne Page, a cargo de la dirección artística de la fundación, resume la exposición como “un viaje” fundamentado en “un acercamiento emocional al arte”. Eliasson, más profesoral, lo traduce en sus propias palabras: “En los tiempos que vivimos, es lógico interesarnos por nuestra interacción con lo que llamamos realidad”, sostiene. “Existe un horizonte a partir del cual dejamos de percibir y de entender. A mí me interesa demostrar que esa frontera se encuentra más lejos de lo que creemos, que nuestros sentidos son más fuertes de lo que sospechamos”.
Al acceder a la muestra, no encontramos texto introductorio ni paneles explicativos. La bienvenida corre a cargo de un meteorito que el artista invita a acariciar, capaz de trasladarnos a otra dimensión gracias al poder de la autosugestión. Eliasson exhorta al espectador a iniciar un trayecto hacia lo desconocido y asumir el riesgo de perderse por el camino. “Vivimos en una sociedad hiperregulada, donde se nos dice constantemente qué debemos hacer y pensar. Cuando le dices a un visitante que busque la salida por sí solo, se desconcierta e incluso se enfada. Esa pasividad no es buena. Dar por sentado que siempre habrá alguien que te guíe —igual que dar por sentadas la paz, la riqueza, la educación o la sanidad— resulta negativo. Puede llevarnos a deteriorar o incluso perder lo que constituye la democracia”, responde.
No es la primera incursión de Eliasson en el terreno resbaladizo de la financiación privada, pero tal vez sí la mayor. En octubre, un colectivo de filósofos, críticos y artistas, encabezado por Georges Didi-Huberman y Giorgio Agamben, firmó una violenta columna contra la fundación, fruto de la iniciativa del empresario Bernard Arnault. El colectivo la consideró una iniciativa pensada para “desgravar una parte de las ganancias que no se encuentran ya en algún paraíso fiscal” y “elevar la cotización de los artistas por los que, temporalmente, hayan decidido apostar”. Eliasson, que afirma que la leyó, tiene la respuesta a punto. “Se suele sobreentender que lo público representa una libertad inexistente en el sector privado. La realidad es otra: el sector público asume pocos riesgos y tiene una relación ingenua con el arte contemporáneo. En el sector privado, en cambio, se están produciendo experimentos interesantes porque tienen mayores recursos, pero también porque su confianza en el arte es más radical y están más dispuestos a arriesgarse”, afirma. “Pero estoy de acuerdo en que no se puede utilizar la financiación privada para justificar los recortes en arte y cultura. Yo creo en un sector público fuerte, que siga siendo protagonista. Si no, corremos el peligro de que el arte se vuelva un sector dependiente del mercado y que las ferias y subastas se conviertan en lo fundamental”, admite.
La muestra parisiense arranca casi a la vez que su otro gran proyecto orquestado en 2014 llega a su fin. Riverbed es un paisaje artificial formado por toneladas de piedra volcánica, que Eliasson trasladó de la Islandia de sus ancestros hasta el interior del Louisiana Museum, ubicado a treinta minutos al norte de Copenhague, la ciudad donde creció antes de mudarse a Berlín hace veinte años. El lugar, que fue propiedad de un hombre casado con tres mujeres llamadas Louise (de ahí ese nombre de reminiscencias sureñas en plena costa báltica), emerge en medio de la nada, encajado entre un bosque otoñal y un impresionante acantilado. Al artista, ese espectacular paisaje no podría importarle menos: ha preferido reproducir la naturaleza a escala real, pero bajo techo y entre cuatro paredes.
Los fenómenos naturales están profundamente arraigados en el lenguaje artístico de Olafur Eliasson, quien se dio a conocer a mediados de los noventa tiñendo las aguas fluviales de ciudades de medio mundo, antes de construir cascadas artificiales bajo puentes neoyorquinos y propagar brumas ilusorias en el interior de galerías de arte, como hizo The Weather Project (2003), la alucinante aurora boreal que sedujo a dos millones de visitantes en la Tate Modern. “Es una manera significativa de dirigirme a mis semejantes. Hablar de la frontera entre naturaleza y cultura equivale a preguntarme quiénes somos como especie”, explica sobre Riverbed, que conforma con Contact un compendio que resume toda su trayectoria, centrada en la exploración de los límites de la percepción y en la engañosa separación entre naturaleza y cultura.
“Durante mucho tiempo trabajé con esos dos conceptos como si fueran antónimos y no compartieran ninguna cualidad”, relata Eliasson. “Con el tiempo, empecé a reconsiderar esta polarización. Ahora estoy cada vez más convencido de que la cultura es solo un grano que crece sobre la naturaleza”. Riverbed transita por esos borrosos confines. Caminar por su vasta extensión, transitando por las mismas salas que hasta hace poco acogían a Picasso, Pollock o Warhol, implica agacharse para cruzar las puertas que las intercomunican, o incluso brincar sobre un riachuelo para sortear el desnivel creciente, si se aspira a trepar hasta el término del recorrido. Aunque, una vez más, no exista camino, punto de partida o meta final.
¿Se puede vincular su trabajo a esa eventocracia que decretó el supercomisario Massimiliano Gioni, abierta a todo lo que deje a la retina estupefacta y suscite un espectáculo traducible en cientos de miles de entradas? Eliasson orquesta acontecimientos, aunque estos no sean necesariamente fáciles o gratuitos. No cuesta entender hasta qué punto el merodeo propuesto por su exposición cobra dimensiones existenciales, ni tampoco descifrar el habitual subtexto ecologista en la obra del danés. Al apropiarse de este paisaje virgen, el visitante terminará por alterarlo inevitablemente. A medida que pasen las semanas, se abrirán nuevos caminos y aparecerán recodos invisibles en el día de la inauguración.
Hace una década que museos e instituciones se abren a este arte capaz de estimular varios sentidos a la vez y rinden homenaje a figuras pioneras como Julio Le Parc, Carlos Cruz-Díez o James Turrell, vinculado al movimiento Light and Space. Durante esta inesperada resurrección, se ha entendido que sus precursores, tratados con desdén en su momento, escondían en realidad una dimensión política. En el despertar que persigue Eliasson también se encuentra el germen de una toma de conciencia, que permite poner en duda la realidad circundante y agudizar el espíritu crítico, como pregonaron los fundadores de colectivos como GRAV o Zero hace medio siglo. La experiencia sensorial se desintegra a causa de la virtualización imperante. Eliasson busca la manera de recomponerla, a riesgo de ser tratado de inocuo, estéril o incluso decorativo. “Supongo que la única respuesta que les puedo dar a mis críticos es convertirme en mejor artista”, responde con una inesperada modestia. “¿Qué puedo hacer si la gente opina eso? No es como si yo fuera sólido y ellos fueran líquidos. Nuestras opiniones tienen el mismo valor”.
Olafur Eliasson. Contact. Fundación Louis Vuitton. París. Hasta el 16 de febrero de 2015. Riverbed. Louisiana Museum. Humlebaek (Dinamarca). Hasta el 4 de enero de 2015.
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