Vía El País.
Hélio Oiticica, que protagoniza una retrospectiva en el Museo Whitney, llevó al límite la integración creativa con el entorno y las pasiones
Por Eduardo Lago
11 SEP 2017 - 19:26 CEST
Sala del Whitney con obras de Hélio Oiticica. Ron Amstutz
Una de las exposiciones más especiales de todo el verano neoyorquino, y una de las más concurridas, probablemente sea Organizar el delirio, exquisita retrospectiva que el Museo Whitney ha dedicado a la obra del brasileño Hélio Oiticica (1937-1980), artista fundamental del siglo XX, cuya reputación a escala internacional no ha dejado de crecer desde que falleció de manera repentina a los 42 años, víctima de un accidente cardiovascular. Oiticica fue una figura importante en Brasil, donde formó parte de movimientos como el Grupo Frente, el neoconcretismo y sobre todo el tropicalismo, que fundó con Caetano Veloso. “Organizar el delirio”, expresión de Haroldo de Campos, poeta muy próximo al artista, resume a la perfección el sentido de una obra de una radicalidad política y estética explosivas. En 2009 se produjo un incendio en la casa familiar donde se guardaba provisionalmente el legado del artista, perdiéndose la mayoría de su obra, por lo que gran parte de la muestra es el resultado de un meticuloso proceso de reconstrucción.
De convicciones anarquistas, festivo y visceral, Oiticica fue tan inventivo como riguroso en sus planteamientos. Pocos artistas han llegado tan lejos como él en sus investigaciones sobre la naturaleza del color en relación con el tiempo, la luz, la arquitectura o la geometría. Sus trabajos pictóricos (Secos, Metaesquemas, Bilaterales, Invenciones), algunos realizados cuando tenía tan sólo 18 años, son de una delicadeza, frescura y perfección que siguen sorprendiendo hoy. A partir de ellos, la muestra da cuenta de la lucha de Oiticica por liberar a la pintura de sus limitaciones espaciales intentando hacer de ella un instrumento de intervención social, capaz de integrar sensorialmente la creación artística con el entorno y con las pasiones del cuerpo. La originalísima exploración estética de Oiticica le obligó a concebir un vocabulario especial para sus insólitas creaciones. Los bólides (bolas de fuego) son estructuras-objeto construidas con gran diversidad de materiales que buscan implicar al espectador invitándolo a manipularlas. Los parangolés eran capas de tela sintética en las que los bailarines de la escuela de samba de la favela de Mangueira para quienes fueron diseñadas se enfundaban, integrando así su cuerpo en movimiento en la propia obra de arte. Los penetrables son construcciones precarias, inspiradas directamente en la arquitectura de las favelas.
Independientemente del formato, Oiticica quería que sus obras fueran olidas, tocadas, oídas, gozadas visualmente, vestidas o penetradas, en una palabra, usadas por quien se acercaba a ellas. Su hábitat natural eran los espacios públicos. En una ocasión en que los miembros de la escuela de samba de Mangueira se presentaron en el Museo de Río de Janeiro bailando envueltos en parangolés fueron expulsados, continuando su festiva intervención en la calle. La idea de los penetrables es adentrarse en estructuras que no se sabe bien adónde pueden llevar. Los hay de signo muy diverso. El Projeto Cães de Caça, de 1961 (el nombre designa a las estrellas de la constelación de Orión), consta de cinco penetrables de distintos colores que conforman un jardín mágico con áreas destinadas a la experimentación de la música, la poesía o el teatro. El Cuadrado mágico (1978) es un penetrable al aire libre de una belleza visual sobrecogedora.
Entre las piezas más idiosincráticas de Oiticica figuran las cosmococas, creadas en colaboración con su amigo Neville D’Almeida. Se trata de obras directamente realizadas con rayas de cocaína que siguen distintos trazados, como los rasgos del rostro de Jimi Hendrix que aparece en la portada de uno de sus elepés, trabajo realizado por Oiticica en Nueva York. Los años que pasó en esta ciudad (1970-1978) fueron un periodo intenso durante el cual el artista operó en gran medida al margen de las instituciones. Su loft de la Segunda Avenida era un espacio abierto a la experimentación en el que propició gran diversidad de proyectos, como los cuasicinemas (historias visuales en bruto, a mitad de camino entre el cine y la fotografía), o los babilónicos (nidos o refugios propicios a la provocación del acto estético a salvo del peligroso contexto de las calles del babilónico Manhattan).h
Oiticica era homosexual y el Nueva York posterior a Stonewall le permitió expresar su identidad como no le había sido posible hacerlo nunca antes. Le tocó vivir una ciudad doble: por una parte, Nueva York atravesaba una de las etapas más duras e infernales de su historia, abandonada a su suerte por el Gobierno federal en medio de un estado de decrepitud extrema, con el trasfondo perenne de incendios provocados por intereses inmobiliarios. Simultáneamente, la ciudad vivía una explosión de creatividad musical y artística que jamás se ha vuelto a dar. En Río de Janeiro, Oiticica, que procedía de una familia privilegiada, había hecho de las favelas su centro de gravedad artístico.
De manera parecida, en Nueva York adoptó como escenario de su creatividad el barrio más peligroso, el South Bronx, uniendo así política y estéticamente a los destituidos de los dos enclaves, logrando ser aceptado por los miembros de las gangs del Bronx de manera semejante a como había conseguido relacionarse con los criminales de las favelas, arrastrándolos milagrosamente en ambos casos hacia sus propuestas estéticas y haciendo bueno el lema por el que es más conocido: “Sé marginal, sé un héroe” (la enseña, impresa en un estandarte rojo con la silueta de un delincuente abatido a tiros por la policía de Río, cuelga incongruentemente de una de las paredes asépticas del Whitney).
La marginación que vivió Oiticica en Nueva York no fue simbólica. Además de servirse de la cocaína como material artístico, Oiticica la consumió desaforadamente y traficó con ella, idealizando su poder de redención en sus escritos (coincidiendo con las posturas de Mick Jagger y Lou Reed hacia la morfina o la heroína). Por supuesto, las grandes instalaciones históricas de Oiticica, como Tropicália (1967) y Edén (1969), constituyen la parte central de Organizar el delirio. Son sus obras más importantes y por tanto las más conocidas y comentadas. Junto con Rijanviera (1979), instalación inspirada en Finnegans Wake que el artista completó poco antes de morir, se trata de obras que invitan al espectador a penetrar en las zonas que las integran (playas, ríos, la flora, la fauna y la simbología mítica de Brasil, contempladas con burlona ironía). Perderse en ellas es una experiencia irrepetible. Con todo, es en las secciones dedicadas al trabajo realizado en Nueva York donde se encuentran las claves más profundas y también las más perturbadoras de su arte.
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