26.7.14

Patrimonio nacional, por Luis Fernández-Galiano. Arquitectura Viva 131, 2010.

Vía Arquitectura Viva.



Si nuestra única patria son los paisajes de la infancia, nuestro único patrimonio son los recuerdos en que se cimienta nuestra identidad personal o colectiva. Pero la memoria no se alimenta sólo de fotografías pálidas, músicas olvidadas o perfumes desvanecidos; se nutre también de la experiencia física de los entornos, edificios y lugares que han sido teatro de la vida. La arquitectura es nuestra magdalena de Proust, y proteger sus obras del testarudo deterioro que infligen el tiempo y el descuido equivale a enfrentarse a la desmemoria deliberada de esta cultura lotófaga, donde la amnesia social se combina con la fabricación de ficciones, y donde los estragos de la entropía son menores que la devastación causada por las falsificaciones históricas.

Cada generación reescribe en todo caso su pasado, reinterpreta sus edificios con los intereses del presente, e interviene en las arquitecturas obsoletas para adaptarlas a nuevos usos. En esa regeneración de construcciones heredadas hay un inevitable componente destructivo, porque la cirugía de las obras no puede prescindir del bisturí, pero en la mayor parte de los casos la pérdida se compensa con una extensión del ciclo vital que sólo el paso por el quirófano hace posible. La nostalgia por las huellas del abandono es tan respetable como la indignación ante los casos en que fábricas venerables son tratadas con cirugía plástica invasiva y ensañamiento terapéutico; pero nada puede reprocharse a la medicina cautelosa que prolonga y enriquece la vida.

Hasta hace bien poco, el concepto de patrimonio se asociaba únicamente a obras de gran singularidad o antigüedad, cuya tutela correspondía rutinariamente a los historiadores y arqueólogos. Hoy, la extensión de esta rúbrica a campos innumerables, desde el paisaje o la agricultura hasta la ingeniería o la industria, y su prolongación hasta el pasado más inmediato —que incluye el patrimonio moderno, pero también ámbitos urbanos convencionales— traslada el énfasis del terreno pugnaz de la memoria colectiva al espacio negociable de lo cotidiano. Así, mientras las obras icónicas y memorables se disputan entre los agentes políticos y la industria del ocio, el patrimonio habitual se recupera, rehabilita y renueva como fuente de utilidad y placer.

El patrimonio construido, en efecto, no es sólo memoria congelada. Tanto el monumental como el anónimo acumulan la energía de sus materiales y su construcción: una herencia que cada generación recibe de la anterior, y que debe administrar juiciosamente, sin permitir que los restos actúen como un caparazón que impida el desarrollo del organismo social, pero sin tolerar tampoco que ese caudal se despilfarre con el abandono displicente o la demolición innecesaria. La prosperidad ha hecho de nosotros niños caprichosos que olvidan o rompen sus juguetes para sustituirlos por otros nuevos, y hoy debemos reeducar a esa infancia malcriada para que recuerde, repare y reutilice. Esos juguetes viejos son nuestro patrimonio, y acaso nuestra patria.

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