Vía La Tercera.
Por Evelyn Erlij
La petición de retirar una pintura de Balthus del Met de Nueva York y la intervención de los afiches con obras de Egon Schiele en Londres, vuelven a poner en debate la relación entre arte, sexo y moral.
La historia comenzó de la forma más banal: una gerente de recursos humanos estadounidense llamada Mia Merrill visitó el Metropolitan Museum of Arts (Met) de Nueva York semanas atrás. Ahí, se encontró con el cuadro Teresa soñando (1938), del pintor franco-polaco Balthus, en el que aparece una niña de 12 años en una pose sugerente que, según ella, promovía la pedofilia. Al poco rato, tuiteó: “Preparo una petición para solicitarle a Met que retire una obra de arte que innegablemente idealiza la sexualización de una niña. Si eres parte del movimiento #metoo (#yotambién) o si te interesan las implicancias del arte en la vida, por favor apoya esta causa”.
En un mundo saturado de noticias sobre acosos y abusos sexuales, afirmó Merrill, lo mínimo que debía hacer el Met para no pasar por defensor del “voyerismo y la cosificación infantil” era añadir una nota que advirtiera que la pintura podía ser ofensiva, dada la obsesión de Balthus por las menores de edad. Los medios se llenaron de opiniones de especialistas de arte, pero antes de que el caso se convirtiera en un batahola, el museo cerró el asunto con una declaración: “Las artes visuales son una de las formas más significativas de reflejar tanto el pasado como el presente, y de fomentar la evolución continua de la cultura a través de discusiones informadas y del respeto hacia la expresión creativa”.
La historia llegó hasta ahí, pero desempolvó un debate viejo que tiene que ver con las lecturas morales que se hacen del arte en las distintas épocas y sociedades. “Escándalo de ayer, virtud de hoy”, ha dicho el filósofo francés Michel Onfray, pero la fórmula se puede invertir: imágenes artísticas que antes no impactaban -por ejemplo, de niños sexualizados o mujeres acosadas-, hoy pueden ser vistas como una aberración. Analizadas desde el presente, por ejemplo, obras de Jean-Honoré Fragonard (1732-1806), pintor libertino del rococó francés, pueden interpretarse como escenas de violencia de género o pedofilia: en El cerrojo o La resistencia inútil, aparecen mujeres forzadas a someterse al deseo masculino, y en El columpio o Chica jugando con un perro se ven jóvenes seductoras con aires infantiles.
No falta el que se espanta al visitar estos días el Museo del Prado o el Louvre y constatar el carácter sexista, aristócrata o racista de tal o cual corriente artística o creador -hay quienes reclaman, sin ir más lejos, que en estos museos casi no hay trabajos de artistas mujeres-, pero lo que se pasa por alto es que no existe el arte sin contexto. Miguel Angel pintó desnudos en la Capilla Sixtina que, poco más tarde, varios papas ordenaron cubrir con ropas; en 2001, una cuenta de Facebook fue suprimida por exhibir el cuadro El origen del mundo, de Gustave Courbet, donde se ve el primerísimo primer plano de una vagina. Toda obra está sometida a los valores del tiempo y el lugar en que fue creada, y una de las grandes lecciones de la historia del arte es que el péndulo de la moral no ha parado de oscilar.
El hecho de que en el pasado se aceptaran e incluso aplaudieran piezas que flirtean con la pedofilia, como las de Balthus, habla de una sociedad -en este caso, la europea de los años 30- en la que todavía no se tomaba conciencia ni se le daba suficiente importancia al tema del abuso infantil. Hoy, la historia es distinta. En 2013, la Tate Britain removió de su colección en línea los trabajos del artista Graham Ovenden, declarado culpable de abusos sexuales a menores y entre cuyas obras había pinturas y fotografías de niñas desnudas. Lo mismo ocurrió en la Tate Modern en 2009, cuando se retiró de la exposición Pop Life una foto de Brooke Shield posando sin ropa a los 10 años. Dicho en simple: cada obra es reflejo de su época.
Por siglos, el desnudo femenino ha sido visto con naturalidad en el espacio pictórico, no así el masculino, al que recién en 2012 se le dedicó una exposición en el Leopold Museum de Viena. En ese sentido, la sexualidad en el arte es un buen indicio de la mentalidad y los límites morales de un período: para escandalizar al público y a la crítica a fines del siglo XIX, Manet sólo tuvo que pintar a una mujer desnuda entre varios hombres en Almuerzo sobre la hierba (1863); y al rumano Constantin Brancusi le bastó con hacer una escultura fálica, Princesa X (1915-16), para sonrojar a Francia.
Hoy, si se quiere espantar al público, hace falta bastante más osadía. El Centro Pompidou de París, por ejemplo, no tiene problemas en exhibir las fotos porno que el artista Jeff Koons le tomó a La Cicciolina en los años 90, y en el Palacio de Versalles, en 2015, la obra Dirty corner, de Anish Kapoor, una cavidad hecha en acero conocida como “La vagina de la reina”, fue aplaudida por la crítica y sólo irritó a los acartonados defensores de la monarquía de Francia.
Fuera de los museos, sin embargo, la historia es distinta, y cuando los desnudos aparecen en el espacio público el pánico cunde: se acaba de censurar en Alemania e Inglaterra la instalación de afiches con las obras de desnudos del austríaco Egon Schiele, de quien se celebra el centenario, porque violan las normas de moralidad. Como respuesta, la Oficina de Turismo de Viena difundió en las calles de esos países los mismos afiches, pero censurados y acompañados de la leyenda “Lo sentimos. Tiene 100 años pero sigue siendo demasiado osado. #Libertadparaelarte”.
La evolución del mercado artístico demostró que, en los tiempos que corren, el escándalo está en el corazón del valor financiero de una pieza, por lo que una obra shock, según el creador francés Thierry Ehrmann, es una “coreografía perfecta entre artistas y reaccionarios”, como lo prueba la historia de las vanguardias del siglo XX. “En nuestra cultura, la noción de shock está ligada fundamentalmente a las imágenes de la violencia y la sexualidad de un modo explícito”, escribe el teórico alemán Boris Groys, pero advierte que esa es una mirada reduccionista: ni el Cuadrado negro de Malevich (1915) ni el urinario de Duchamp (1917), dos obras que escandalizaron, plantearon esos temas, sino buscaron un “efecto de visibilidad”.
Caravaggio fue criticado por pintar cuadros religiosos poblados de vagabundos; Bacon pintó un Papa en una silla eléctrica y Damien Hirst mató a 9 mil mariposas para crear Kaleidoscope Paintings. El italiano Maurizio Cattelan, en tanto, demostró que el shock es un negocio: en 2004 vendió en 2,1 millones de euros una figura del Papa Juan Pablo II impactado por un meteorito. La religión, el racismo, los derechos humanos y los de los animales son otros temas sensibles en el arte, pero el sexo y sus tabúes, como lo prueba el caso de Balthus, sigue siendo la pólvora infalible para encender el escándalo.
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