Un documental sobre un polémico inmueble de Chicago reflexiona sobre las dificultades de la protección del patrimonio contemporáneo
Por J. A. Aunión
Starship Chicago from Nathan Eddy on Vimeo.
—Entonces, ¿esto es sobre el edificio del Estado de Illinois de Helmut [Jahn]? ¿Qué pasa si lo odio?
—Estamos aquí para averiguar lo que opinas.
—Pues creo que es una mierda.
Así, sin indulgencias de ningún tipo, se expresa el arquitecto Stanley Tigerman en el arranque de un corto documental sobre el Thompson Center, una enorme mole redondeada de 110.000 metros cuadrados de acero y cristal de colores que ocupa desde 1985 un lugar privilegiado del centro de Chicago, una de las ciudades más importantes del mundo para la arquitectura moderna.
Pudiera parecer un arranque contradictorio para un documental —titulado Starship Chicago y dirigido por Nathan Eddy— que en realidad defiende la conservación del edificio, en grave peligro de desaparición si el actual gobernador del Estado consigue, como pretende, venderlo al mejor postor. Sin embargo, no hay contradicción alguna, pues la idea que se transmite —tanto a través de Tigerman como del resto de expertos que expresan su opinión en la cinta— es que los criterios de conservación del patrimonio arquitectónico tienen que estar por encima de los gustos de cada cual, de los cánones estéticos de un momento concreto y también de relaciones simples entre coste y beneficio.
Algo que se torna especialmente peliagudo cuando se trata de obras recientes —demasiado viejas para ser nuevas, pero demasiado modernas para ser antiguas, según ha escrito algún comentarista—, y así lo demuestran polémicas similares ocurridas en todos los rincones del planeta, desde los poblados de colonización de Madrid al Centro Deportivo Cristal Palace de Londres, de los pabellones construidos hace 40 años en el centro de exposiciones Pragati Maidan de Nueva Dheli a la sede del banco de Canadá en Otawa.
En el caso del edificio diseñado por el arquitecto Helmut Jahn en el centro de Chicago, la controversia estuvo presente desde el primer momento en que vio la luz a mediados de los ochenta ese enorme edificio destinado a reunir todas las sedes estatales dispersas por la ciudad. “Egolatría u obra maestra”, titulaban los periódicos. El inmueble llama, ciertamente, la atención. Tiene el exterior completamente acristalado, con una gran curva que une las otras dos fachadas que forman un ángulo recto (de ahí el apelativo de starship, nave espacial), un gran tragaluz y un inmenso atrio interior cilíndrico que deja las oficinas, como pequeñas colmenillas, pegadas a las paredes y atravesadas por ascensores que cuelgan hacia el exterior. Y todo pintado de llamativos por colores azul claro y rojo desvaído, combinado con el blanco. Son los colores de bandera estadounidense, explica el arquitecto, que alude también al cristal y a los espacios abiertos como símbolos de la transparencia del Gobierno.
Si alguien hace una búsqueda sobre el Thompson Center en Google, entre los resultados encontrará numerosas páginas que lo colocan entre los edificios más feos de Chicago. Pero también se consideró horrorosa hace muchos años, por recargada, la arquitectura barroca; y, más recientemente, también se rechazó con violencia el brutalismo (corriente de los años cincuenta, sesenta y setenta basada en el uso de hormigón crudo a la vista), recuerda Susana Landrove, directora de la Fundación Docomomo Ibérico, una organización que se dedica, precisamente, a “estudiar y documentar la arquitectura del movimiento moderno con el fin de lograr su reconocimiento como parte de nuestra cultura del siglo XX, su protección patrimonial y conservación”, dice su página web.
Esos cambios de gustos y de criterios estéticos son los que aconsejan mirar al patrimonio desde una variedad de puntos de vista: además del valor cultural y estético, la autenticidad de los materiales, los valores sociales e históricos, las técnicas constructivas, la repercusión de la construcción en el debate social, en la historia de la arquitectura… “El patrimonio no es algo que exista; es algo que se crea”, dice Landrove.
“El calificativo de feo o bonito frecuentemente es una deriva in-cultural. Es decir, expresión de una carencia de conocimiento y un escaso desarrollo de la sensibilidad perceptiva”, responde el profesor emérito de la Universidad de Sevilla Víctor Pérez Escolano a la pregunta: ¿cómo le explicaría a alguien que hay conservar un edificio que le parece un auténtico horror? “La explicación debe comenzar en las escuelas, previa preparación de los profesores. Y en los medios de comunicación. No tienen por qué gustarnos a todos por igual las mismas obras, pero sí respetar el máximo común denominador de la arquitectura que es testimonio de nuestra contemporaneidad que ha de ser protegido y conservado”. Para Landrove, también es clave una educación general arquitectónica igual que existe en otras artes.
Ambos especialistas ponen ejemplos de polémicas vividas respecto de la conservación del patrimonio reciente, y muchas veces incomprendido, como los poblados de colonización de Madrid; la Casa Guzmán (de Alejandro de la Sota) recientemente derribada por su dueño, el edificio de SEAT en la plaza Cerdá de Barcelona o la antigua Jefatura de Policía de Sevilla.
Esta última, “está protegida y se impidió su demolición, pero constituye la polémica más viva sobre el destino alternativo que no acaba de llegar”, dice Pérez Escolano. De hecho, ese el otro gran problema de estos edificios, cuando su mantenimiento resulta muy caro y ya no sirve para el uso que se concibió según los estándares actuales. Es decir, cuando no solo se cataloga un edificio de esos que no son del gusto general, sino que “encima se gasta dinero público para conservarlos, es cuando llega la tormenta de protestas”, explica Simon Thurley, exresponsable de England Heritage, el organismo que gestiona 400 monumentos y sitios históricos de Inglaterra.
Thurley pone el ejemplo del Centro Deportivo Cristal Palace, en Londres, cuya versión actual se remonta a los años sesenta con el argumento de que tenían carencias muy graves (no tenía bien separadas las instalaciones acuáticas del resto y la piscina ni siquiera cumple con las dimensiones olímpicas) y arreglarlo completamente costaría 40 millones de libras. El anterior alcalde de Londres, Boris Johnson, tenía un plan para el espacio que incluía su demolición, pero finalmente las críticas lo detuvieron.
Para salvar estos edificios, insiste Landrove, es importante encontrarles usos adecuados, que pueden ser nuevos y distintos. “Proteger no significa museificar”, insiste, para la preservación no signifique una carga. En el caso de la nave espacial de Chicago —que hoy funciona a medio gas y necesitaría varios cientos de millones de dólares para arreglar los problemas que le ha provocado la falta de mantenimiento— los expertos que aparecen en el documental proponen que se convierta en centro comercial. O en hotel. Lo que no se puede, dice Tigerman, “es tirar edificios a la ligera; eso es como arrancarte tu propia piel; necesitamos mirar las cosas de forma optimista”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario