8.2.18

Tarsila do Amaral, la brasileña que reinventó el arte moderno

Vía El País.

El MOMA lleva por primera vez a EE UU una gran retrospectiva de la brasileña, una artista esencial para entender el arte contemporáneo.



“Quiero ser la pintora de mi país”. Con esta sentencia arranca la retrospectiva que el Museo de Arte Moderno de Nueva York dedica este mes a la mujer que en 1923 firmó esa frase, la brasileña Tarsila do Amaral (1886- 1973). La muestra, que se inaugura el 11 de febrero, es un viaje de ida y vuelta entre São Paulo, su Estado natal, y París, donde la artista vivió en los años veinte y estudió en la famosa escuela internacional Académie Julian y jugó a mezclar las ideas del arte moderno con la estética indígena de su país. El experimento fue madurando y cobrando identidad propia y, para cuando murió, a los 82 años, ella había conseguido su sueño. Se había convertido en una de las pintoras más importantes en la historia de su país. Y, por extensión, de toda América Latina.

Esta muestra tiene el valor especial de ser la primera vez que la autora llega a Estados Unidos, lo que supone un reconocimiento al prestigio que ha ido ganando a lo largo de los años, en varias retrospectivas por otros países. Como cuando la madrileña Fundación Juan March le dedicó una exposición en 1999 y resultó el éxito de la temporada.

Pero esta de Nueva York es de las pocas retrospectivas que muestran la trayectoria completa de esta artista, hija de una familia de terratenientes adinerados de São Paulo. Esto permite ver la evolución de su lenguaje visual, desde las lecciones de cubismo y modernismo que aprendió en París de André Lhote, Albert Gleizes y Fernand Léger hasta las obras en que aparecen sus motivos mitológicos brasileños, referencias a la compleja espiritualidad de su país y al omnipresente espíritu del carnaval. Al poco volvió a Brasil con la cabeza llena de ideas. Era 1924, el modernismo estaba cobrando forma en su país y ella iba a la cabeza del movimiento.

Luis Peréz-Orama, antiguo comisario de arte latinoamericano en el MoMA, señala un cuadro que, para él, sintetiza la exuberancia por la que se puede reconocer a Do Amaral: A Cuca, de 1924. Hace alusión a una criatura que en el folclore brasileño se dedica a asustar a los niños (como el coco español). En el cuadro, es un bicho deforme sin alcanzar lo grotesco que encaja perfectamente con el paisaje, estilizado al estilo cubista pero siguiendo la estética más brasileña del mundo: líneas curvas y colores fuertes. “Inventó una nueva forma de figuración para el arte moderno en Brasil”, señala Peréz-Orama. Otra imagen arquetípica de Do Amaral es A Negra, retrato de una mujer negra imaginaria, extraída de las (generalmente racistas) leyendas del país: labios y brazos enormes, mirada estática y pechos pendulantes. “Evoca la emancipación racial y política”, señala el director de la muestra. A sus espaldas, unas formas abstractas, de esas que, perfeccionadas por Alfredo Vopi, que se convertirían en la norma del arte brasileño a partir de la década de los años cuarenta.

También está la que quizá sea su obra más famosa, Abaporu, pintada en 1928 como regalo para su marido, el poeta Oswalde de Andrade. Representa, a través de un humanoide desproporcionado —con un pie tan grande como una montaña—, una criatura que se alimenta de carne humana.

La antropofagia era una obsesión de las vanguardias parisinas de la década de 1920, pero ella quería llevarlo por otro lado. “Nació así un estilo distintivamente nuevo y distintivamente de Brasil”, explica Pérez-Oramas. Fue decisiva para el lugar que Do Amaral ocuparía en el imaginario colectivo de su país natal. Ya que el trabajo sugería que la cultura brasileña resurgía de la “digestión” de las influencias externas, el célebre sociólogo Sérgio Buarque lo escogió para la portada de su trascendental libro, Raízes do Brasil, aún hoy el vademécum definitivo de las psicosis nacionales del país. Tras 80 años, incontables ediciones y varias generaciones criadas con ese libro, y el Abaporu en la portada, Do Amaral es, por irremediable asociación, retratista oficial del alma brasileña.

Elasticidad creativa

También ayudó a asentar la idea de que Brasil puede no tener una gran tradición creadora de tendencias, pero sí tiene la elasticidad necesaria para absorberlas antes y hacerlas más propias que nadie, lo que sea quizá el rasgo más distintivo de su acelerada cultura. Fe de esto da O Sono, también en la muestra, uno de sus pocos tonteos con el surrealismo: aunque el contenido sea indescriptible por naturaleza, no cuesta nada asociarlo a otras obras de la artista (la palmera estilizada con siete hojas, presente en muchos de sus cuadros, ayuda a disipar todo tipo de dudas). También está Operarios, la más grande en tamaño, y, en opinión de la propia creadora, la más importante de su catálogo. Se trata de docenas de trabajadores, ordenados en diagonal. Para los expertos de la muestra, es una representación de la sociedad moderna brasileña y representa un cambio radical en su trabajo porque abandona el ejercicio formal del arte moderno para convertirse en una artista más comprometida con el activismo político y social.

Sin embargo, el destino de Do Amaral fue el mismo que casi todo el mundo que tiene una idea nueva en Brasil: estrellarse contra la opinión de la burguesía, la cual, como recuerda Pérez-Oramas, tenía una visión muy limitada del arte y consideraba el trabajo de Tarsila como de mal gusto. “Hasta la década de 1960, el país no estuvo listo para aceptar la manera en la que integró todos los elementos de la cultura brasileña para producir una identidad artística distintiva”, concluye. “Fue cuando una nueva generación de artistas descubrió el poder de su arte”.

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