Vía El País.
La trigésimo segunda edición muestra en São Paulo su versión más ecológica
Camila Moraes
La artista Iza Tarasewicz durante el montaje de la Bienal de São Paulo. Leo Eloy stúdio Garagem / Fundação Bienal de São Paulo
A la nueva edición de la Bienal de São Paulo, el festival de arte internacional que se celebra en la mayor ciudad brasileña, la recibe un mensaje escrito en una cabaña indígena: “Omame también es artista. Omame es artista del mundo entero. Omame es creador de todo lo que existe”. El texto es de David Kopenaway, chamán, líder de los yanomamis, un pueblo de indígenas aislado en el Amazonas, y autor de La chute du ciel ("La caída del cielo"); y avisa de que en los próximos tres meses de exposiciones, habrá 340 obras de 81 artistas o colectivos de 32 países intentando unir el cielo con la tierra. El tema central de esta edición, la trigésimo segunda, gira en torno a las incertidumbres de la vida, que es todo lo que necesita el arte para existir, y en la actualidad no son pocas: el mundo vive sumido en la inestabilidad, obsesionado por la política y preocupado por la ecología. Normal que busquen paz en la espiritualidad.
Jochen Volz, comisario jefe, asegura que lo que quiere esta Bienal —la más verde hasta la fecha— es celebrar el arte como lugar de resistencia y transformación, algo que vaya más allá de un panorama gris. "Comenzamos a trabajar en este proyecto en 2014, año en el que vimos un buen número de publicaciones sobre el fin del mundo tal como lo conocemos. Necesitamos pensar en el futuro de otra forma", explica este. Y esto era importante para la Bienal porque, según Volz, debe de funcionar como una "plataforma de experimentos".
En esta ocasión se experimenta con las tensiones entre lo natural y lo artificial, entre lo mortal y lo etéreo. Por ejemplo, todo el espacio que ocupa esta Bienal, en el enorme Parque de Ibirapuera, ha sido diseñado como un único jardín, sin jerarquías ni divisiones. Se empieza en lo natural, en un trayecto que comienza en un bosque de esculturas de madera de Frans Krajcberg, un artista ecologista polaco de 95 años que vive en el Estado brasileño de Bahía desde la década de 1970. Se llega después a Ágora: OcaTaperaTerreiro, una oca (cabaña indígena) creada por Bene Fonteles.
Lo único que está separado son los vídeos, por motivos obvios. Pero se unen a la exposición en tanto que también dan para quedarse un buen rato pensando cómo puede ser que los humanos, que somos un producto natural, nos sintamos artificiales ante la naturaleza. En O peixe (El pez, 2016), de Jonathas de Andrade, unos pescadores abrazan a sus peces hasta dirigirlos a la muerte; del vídeo editado en Everything and More ("Todo y más", 2015), la estadounidense Rachel Rose muestra la Tierra retratada por un astronauta. En forma de nosotros (2016) invita a imaginar los espacios moldeados por una bailarina. En Hell Yeah We Fuck Die (2016: son las palabras más usadas en los títulos de películas del pop), de Hito Steyerl, se ve a varios robots maltratados en pruebas.
Es difícil no sentir que algo está a punto de desmoronarse. Esto lo representa muy bien Chão ("Suelo"): una superficie de 627 metros cuadrados cubierta de tacos de madera con muelles en algunas partes, que el visitante puede recorrer para sentir inestabilidad al caminar y desconfiar del paisaje.
Porque no todo va a ser abstracto. En esta Bienal, pensar un país y un mundo mejores pasa necesariamente por llamar a la acción, como grita la Oficina de Imaginação Política (taller de imaginación política) que se mantendrá activo durante los tres meses de muestra, y también una serie de intervenciones espontáneas de artistas contra Michel Temer. El nuevo presidente, que asumió el cargo tras la polémica destitución de Dilma Rousseff a finales de agosto, ha sido el objeto de los mayores pasos a la acción. Ahí están, continuos, los gritos de “Fuera Temer” en el parque Ibirapuera. En Brasil, como en el mundo, como en la vida, la incertidumbre está lejos de acabar.
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