28.3.17

La ruta del barroco andino

Vía El País Semanal

Por Fernando Iwasaki

Enclaves incaicos como el Machu Picchu representan la cara más conocida del turismo en el área de Cuzco. Desde el Museo Hilario Mendívil hasta el Centro de Restauración de Tipón, existen fascinantes alternativas para aproximarse a la historia social y cultural de Perú.


Retablo mayor de la iglesia de San Juan Bautista de Huaro. Daniel Mordzinski

El viajero que llega a Cuzco suele tener como prioridad visitar Machu Picchu y otros enclaves incaicos como Pisac, Ollantaytambo y Sacsayhuamán. Sin embargo, existen otros itinerarios menos conocidos e igualmente fascinantes que, sin salir del área de Cuzco, le ofrecen al visitante la posibilidad de comprender la historia social y cultural de Perú. Los puntos de partida podrían ser el Museo Hilario Mendívil o el taller del maestro Vidal Rojas (ambos en el barrio artesano de San Blas), la catedral de Cuzco y la iglesia de La Compañía, o cualquiera de los centros que poseen lienzos del pintor Diego Quispe Tito (1611-1681), pues si alguien quisiera conocer el proceso de mestizaje cultural operado en los Andes, disfrutará recorriendo la Ruta del Barroco Andino a través de Huaro, Andahuaylillas y Canincunca, entre otros lugares alejados de los clásicos circuitos cuzqueños como Urcos, Acomayo, Tinta y Checacupe.

A mediados del siglo XVI dos jóvenes cuzqueños arribaron a España. Uno de ellos –el Inca Garcilaso de la Vega– se avecindó en Montilla y se convirtió en el primer escritor americano; el segundo regresó a Cuzco tras formarse como pintor en Andalucía, mas tuvo que competir con los primeros artistas europeos que fueron al virreinato peruano y de su obra plástica no ha quedado nada. Con todo, Pedro Santángel de Florencia (circa 1540-circa 1590) –hijo de una india noble y un conquistador italiano judeoconverso– fue el primer pintor mestizo de Cuzco y no sería descabellado suponer que buena parte de su trabajo se concentrara en las poblaciones que hoy forman parte de la Ruta del Barroco Andino y cuyo origen fueron las reducciones o pueblos de indios construidos a partir de 1570.

Andahuaylillas se encuentra a unos 45 kilómetros de Cuzco y su iglesia mayor atesora lienzos y pinturas murales que narran la historia sagrada y explican los dogmas a través de imágenes, siguiendo la política de evangelización visual que estableció el Concilio de Trento. Huaro es otro de los puntos esenciales de la ruta, con el aliciente de que conocemos el nombre del artista cuzqueño que pintó los fastuosos murales de Las postrimerías. Se trata de Tadeo Escalante (hacia 1770-hacia 1840), un pintor que tuvo que trabajar bajo la represión desatada por la gran rebelión de Túpac Amaru II y que pobló los muros de los molinos de Acomayo con escenas del Génesis y del origen de los incas. En Urcos, Canincunca, Tinta, Checacupe y otras parroquias, advertimos el mismo esplendor de frescos y murales, esos catecismos ilustrados que la Contrarreforma desplegó en los Andes como un power point barroco.

El símil digital es un hallazgo del jesuita Carlos Silva, párroco de Huaro, Andahuaylillas, Canincunca y otros pueblos de la zona, quien se siente un privilegiado por ejercer su ministerio en aquellos santuarios artísticos y culturales. Carlos sabe que cada centímetro cuadrado de los muros de sus templos forma parte de una compleja cartografía barroca y así exhorta al visitante a contemplar la policromía estrellada de cada una de sus iglesias, porque se trata de genuinas representaciones cosmológicas de la bóveda celeste, esa esfera que al girar producía música y que la teología barroca asoció a los coros celestiales. Precisamente, uno de los primeros párrocos de Andahuaylillas –Juan Pérez Bocanegra– no solo encargó los murales y los lienzos de la iglesia, sino que además compuso el Hanaq pachap kusikuynin, primera obra polifónica de América escrita íntegramente en quechua e incluida en su manual Ritual formulario e institución de curas (1631). Hoy es habitual que agrupaciones corales de Roma, Viena o París incluyan el Hanaq pachap kusikuynin en su repertorio, pero en Andahuaylillas uno se conmueve imaginando que el órgano, las pinturas y los majestuosos pisonayes (un tipo de árbol andino) que rodean la plaza ya estaban allí cuando el Hanaq pachap kusikuynin se cantó por primera vez.

En Huaro destaca de manera especial el mural de Las penas del infierno, pintado por Tadeo Escalante mientras rompía el siglo XIX. Se trata de una de las representaciones esenciales de la Contrarreforma y al mismo tiempo de un motivo de larga trayectoria en la historia de la pintura cuzqueña. El jesuita italiano Bernardo Bitti (1548-1610) pintó la escena infernal primaria entre 1593 y 1595 y, aunque hoy está perdida, influyó sobre todas las representaciones posteriores, ya que en 1675 Diego Quispe Tito pintó un Juicio final cuya impronta es plausible en Las penas del infierno, de Tadeo Escalante. A lo largo del siglo XVIII se pintaron numerosos lienzos con la misma iconografía, como pudimos apreciar en el Centro de Restauración de Tipón, donde los especialistas cuzqueños restauraban una tela que mostraba un infierno a caballo entre el de Quispe Tito y el de Tadeo Escalante. La escritora cuzqueña Karina Pacheco Medrano fue quien gestionó nuestra visita a los talleres de conservación de pintura y escultura más sofisticados de América del Sur.

El Centro de Restauración de Tipón pertenece al Ministerio de Cultura de Perú y sus instalaciones se encuentran en la antigua casa hacienda del marqués de Valleumbroso. Ahí es posible comprobar cómo la pasta de maguey que utilizaron los escultores cuzqueños coloniales sigue siendo la materia prima de imagineros contemporáneos como el maestro Vidal Rojas, último miembro de una familia de artesanos que ha modelado las máscaras de los danzantes de todas las comunidades de Cuzco, Apurímac y Puno, con las mismas técnicas de los estatuarios indígenas de los siglos XVI y XVII. Y pensar que los hijos del maestro Rojas quizá cierren el taller que ha permitido que varias generaciones de cuzqueños enmascarados bailen desvariados.

¿Por qué los más jóvenes de esos linajes de artistas abandonan el trabajo que tanto ha prestigiado a sus familias durante décadas? El jesuita Carlos Silva lo tiene clarísimo: porque de nada sirve que Cuzco sea un emporio turístico si eso no vale para reducir las desigualdades y acabar con la miseria. De ahí que la Ruta del Barroco sea gestionada por una asociación –SEMPA– que invierte sus recursos en bibliotecas, talleres infantiles, conciliación familiar, defensa de la mujer y comedores populares. Sin esos fundamentos esenciales, los pobladores de Huaro, Canincunca o Andahuaylillas no estarían en condiciones de valorar su inmensa riqueza patrimonial. Por eso el sueño de Carlos Silva sería crear para la Ruta del Barroco una gran comunidad artística de lutieres, pintores, músicos, artesanos y un coro que le recuerde al mundo el origen del Hanaq pachap kusikuynin.

El interés por la pintura colonial cuzqueña vive un momento de esplendor, como lo demuestra la gran exposición que le ha dedicado el Museo de Arte de Lima (MALI) –comisariada por Luis Eduardo Wuffarden y Ricardo Kusunoki–, donde por primera vez se ha procurado mostrar la continuidad de aquella singular expresión plástica andina, desde el siglo XVI hasta nuestros días, porque la vieja capital de los incas fue una encrucijada artística donde los últimos manieristas italianos le enseñaron a los indios a copiar los paisajes de las estampas flamencas, mientras el cuzqueño Pedro Santángel reproducía por los pueblos de los alrededores de Cuzco las iconografías que había contemplado en los talleres andaluces. Durante años se creyó que Santángel era italiano, pero Wuffarden y Kusunoki han demostrado que fue un mestizo cuzqueño, abriendo así una línea extraordinaria para la investigación por archivos de Perú y España.

En realidad, todos los caminos del Barroco también conducen a Cuzco, porque en este 2017 que Sevilla recuerda a Bartolomé Esteban Murillo, en el MALI se exhibe un lienzo del maestro sevillano y en Andahuaylillas se conserva una Asunción de la Virgen pintada en el taller de Murillo. Una Virgen sevillana que sube al cielo estrellado de Cuzco, porque Hanaq pachap kusikuynin significa alegría del cielo, como las bóvedas floridas de los artesonados de Huaro, Cunicunca y Andahuaylillas, irisadas de galaxias.

Fernando Iwasaki
Escritor, crítico e historiador nacido en Lima en 1961, en el seno de una familia con raíces japonesas. Fue profesor de Historia en su país natal hasta que en 1989 empezó una nueva vida en Sevilla, donde dirigió la revista literaria ‘Renacimiento’. En la actualidad es profesor de la Universidad Loyola Andalucía. Cuenta, además, con una amplia obra literaria.

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