Vía El País.
La línea de autobús que cubre el trayecto Zamora-Salamanca lleva años transportando estudiantes que viajan a casa los fines de semana desde la ciudad universitaria. Pero últimamente ha perdido clientela. Muchos de esos jóvenes están optando por una alternativa más barata: buscan en Internet a alguien que vaya a hacer ese recorrido en coche y comparten el gasto de gasolina. La fórmula no es nueva, pero se está extendiendo cada vez más gracias a las webs que ponen en contacto a los viajeros. El propietario de la línea Zamora-Salamanca, de hecho, ha pedido auxilio a la patronal de autobuses, Fenebús, porque está perdiendo negocio. Y esta ha reaccionado denunciando a la plataforma más popular entre los estudiantes de Salamanca: Blablacar. “Hemos pedido su cierre porque no tiene cobertura jurídica y por competencia desleal. Como es alegal, no se le exige ninguna responsabilidad y no ofrece ninguna garantía a los usuarios ante accidentes, robos y otras incidencias posibles”, explica José Luis Pertierra, director de Fenebús.
Blablacar, como todas las iniciativas que se engloban bajo la denominación de “consumo colaborativo”, opera en un limbo legal. No hay ninguna normativa, ni nacional ni europea, que defina o regule de manera transversal este tipo de actividades, que pueden desarrollarse en ámbitos muy diversos: viajes y coches compartidos, intercambio o alquiler de casas entre particulares, trueque de bienes y servicios, restaurantes caseros, bancos de tiempo, oficinas compartidas, financiación colectiva... “Somos como un tablón de anuncios, nos limitamos a poner en contacto a personas con intereses comunes, por lo que no se nos puede considerar nada parecido a una empresa de transporte público. Es como si obligaran a un periódico a hacerse responsable de todos los anuncios de particulares que aparecen en sus secciones de anuncios clasificados”, argumenta Vincent Rosso, director general de Blablacar para España y Portugal.
Fenebús ha presentado cuatro escritos ante el Ministerio de Fomento, la Defensora del Pueblo, el fiscal de Seguridad Vial y la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, que, de momento, están analizando el asunto. El director de la patronal advierte de que, en caso de accidente, “la póliza de seguros de un coche particular podría no cubrir a todos los pasajeros si la compañía aseguradora considera que se trata de un servicio de transporte en el que ha habido una transacción económica”. Y pone el ejemplo de California, que en septiembre del año pasado aprobó la primera regulación del mundo para sistemas de movilidad compartida después de varios años en los que habían estado prohibidos por presión del gremio de taxistas. La normativa establece una treintena de reglas, como la obligación de que los conductores acrediten que no tienen antecedentes penales, inspecciones para los automóviles y un seguro especial para los pasajeros en caso de accidentes.
Vincent Rosso, en cambio, asegura que las pólizas de seguro para coches particulares en España son suficientes para cubrir cualquier incidente. “Los conductores no son profesionales ni cobran a los pasajeros, solo comparten gastos, y si detectamos que alguien está intentando llevarse beneficio, lo expulsamos de la comunidad”, afirma. “Sentimos molestar a las empresas, pero solo estamos dando respuesta a una nueva forma de consumir, más sostenible y eficiente, que practican cada vez más personas”, añade.
Lo que empezó siendo un pequeño tablón de anuncios en Internet se está haciendo, en efecto, cada vez más grande. Solo Blablacar, que es líder en viajes compartidos en Europa, tiene seis millones de usuarios registrados en los 12 países en los que opera y gestiona un millón de viajes al mes, sobre todo en Francia, Alemania y España. Y la revista Forbes ha calculado que el flujo de dinero que se va a mover este año por medio de plataformas de consumo colaborativo superará los 2.600 millones de euros. El fenómeno está cobrando tal dimensión que la UE está empezando a plantearse la necesidad de introducir algún tipo de legislación: tanto para que todo ese dinero no quede al margen de las leyes fiscales como para garantizar la seguridad y los derechos de los usuarios.
La crisis, las nuevas tecnologías y la mayor concienciación de los ciudadanos sobre la necesidad de consumir de forma más sostenible y respetuosa con el medio ambiente han favorecido el desarrollo de la economía colaborativa. El Observatorio Europeo Cetelem, que analiza cada año las tendencias de consumo en Europa, reflejó en su último informe que el 52% de los ciudadanos entrevistados en 12 países de la UE, entre ellos España, tiene previsto utilizar plataformas de trueque e intercambio de bienes o servicios en los próximos años.
El Comité Económico y Social Europeo (CESE), órgano consultivo de la UE, aprobó en enero un dictamen en el que propone varias medidas a la Comisión Europea. La primera es definir el concepto. “Son tan variadas las iniciativas que se autodenominan consumo colaborativo, que habría que clasificarlas para poder determinar, de entrada, de qué estamos hablando. Nosotros creemos que habría que establecer dos grandes diferencias, entre las que tienen un objetivo de lucro y las que no, y recomendamos que solo se regule la actividad de las que persiguen beneficios económicos”, apunta Bernardo Hernández, ponente del dictamen. En este caso, según propone el documento aprobado, la legislación debería establecer políticas de protección al usuario similares a las que rigen cualquier operación de consumo: a quién reclamar, estándares de calidad, compensaciones en caso de deficiencias o publicidad engañosa, aseguramiento, etcétera. “Si no hay nadie que gane dinero, entendemos que se trata del clásico trueque de toda la vida que no es necesario regular”, subraya.
Son muchas las plataformas que ya están obteniendo beneficio de su actividad, sobre todo en los sectores de viajes o coches compartidos y alojamiento. Blablacar, por ejemplo, cobra en Francia una comisión del 10% a los pasajeros que contacten con un conductor por medio de esta web, y tiene previsto empezar a cobrar en breve en España y otros países donde opera. Amovens, similar a esta, es también gratuita de momento, pero Carpooling pide un 11%. Y la mayoría de las que gestionan alquileres de casas entre particulares también piden comisión, entre un 10% y un 15%.
La patronal española de hoteleros CEHAT se considera también perjudicada por la competencia que suponen estas plataformas, aunque no tiene previsto presentar una denuncia como ha hecho Fenebús. “No pretendemos que se prohíba, ni mucho menos, pero sí que las que obtienen beneficio tengan las mismas obligaciones que tenemos todos los que nos dedicamos al negocio turístico, tanto en materia fiscal como en requisitos de seguridad y legislación laboral. No puede ser que nosotros tengamos que cumplir toda una serie de exigencias que nos salen muy caras y competir con quien no está obligado a nada. Eso es competencia desleal”, razona Ramón Estalella, secretario general de CEHAT. “Hay mucha gente que se está dedicando profesionalmente a esto, que tienen apartamentos dedicados en exclusiva al alquiler a través de estas plataformas y que emplean a personal de limpieza sin contrato. Y eso no es consumo colaborativo, es un negocio turístico sumergido. Ni siquiera están obligados a pedir permiso a las comunidades de vecinos, lo que está ocasionando bastantes conflictos entre propietarios”, afirma.
Jeroen Merchiers, director general de Airbnb para España y Portugal, la mayor plataforma internacional de alquiler de casas entre particulares —que acaba de ser valorada en 7.200 millones de euros—, no está en contra de la regulación. “Estamos a favor de una normativa y ya estamos viendo cómo reguladores de todo el mundo están trabajando por políticas justas y razonables para ayudar a la gente a compartir la casa en la que viven. Por nuestra parte, nos aseguramos de informar a nuestra comunidad de que debe cumplir las obligaciones fiscales y normativas marcadas por las autoridades locales, y cuando se producen incidencias con un anfitrión o viajero intervenimos como parte de nuestra atención a los usuarios”, asegura.
Aunque en sus condiciones de uso todas las plataformas advierten de que no se hacen responsables de ningún daño o lesión que resulte de las interacciones entre sus usuarios, en la práctica la mayoría suelen intervenir cuando surgen conflictos porque beneficia a su reputación. Es una especie de autorregulación que hasta ahora se ha considerado suficiente, pero que empieza a quedarse corta. Albert Cañigueral, representante en España de la red OuiShare (que agrupa a expertos, organizaciones y emprendedores de iniciativas colaborativas), opina que la regulación sería beneficiosa porque daría validez jurídica a la actividad y ayudaría a su desarrollo. “Abogamos por la regulación en todos los casos, no solo cuando haya beneficio económico, para que los usuarios se sientan seguros y participen cada vez más. Ahora bien, regular no significa prohibir, sino establecer reglas claras para todos”, advierte.
El propio dictamen del CESE insiste en la necesidad de una normativa para impulsar un consumo más sostenible, responsable y respetuoso con el medio ambiente. Según un estudio realizado en 2012 por la consultora Campbell Mithun, el 67% de los estadounidenses no se atrevía a registrarse en alguna plataforma porque temía engaños o productos de mala calidad.
Las asociaciones de defensa de los consumidores también entienden que, sobre todo si hay ánimo de lucro, deberían establecerse garantías. “El consumo colaborativo es una muy buena opción, especialmente en la coyuntura actual. Pero es necesario regularlo para que no haya personas sin escrúpulos que quieren sacar ventaja porque, al no haber detrás una empresa, las relaciones son de consumidor a consumidor y no existe una garantía de establecimiento o fabricante. Es cierto que el consumidor está dispuesto a asumir ese riesgo a cambio de otros beneficios, pero aun así deben establecerse unas normas claras”, opina Ileana Izverniceanu, portavoz de la OCU.
El problema es que, al ser tan variados los sectores en los que operan estas plataformas, es complicado establecer un marco común. “Es difícil, pero no imposible. Ante los nuevos usos sociales hay que inventar nuevos modos de regular, no valen las viejas normas. Hay que recordar, por ejemplo, lo que ha pasado con el comercio electrónico. Al principio parecía imposible establecer controles generales, pero con el tiempo se ha conseguido una normativa equilibrada que además ha favorecido su desarrollo porque los consumidores se sienten cada vez más seguros”, sostiene Ángel Sánchez, director del Instituto Municipal de Consumo del Ayuntamiento de Madrid. “No se puede aspirar a regular hasta el mínimo detalle, se trata básicamente de prevenir posibles asimetrías que puedan aparecer”, señala.
Sánchez cree que la legislación debería ofrecer unas garantías a los usuarios para evitar, por ejemplo, que en caso de deficiencias o engaños tuvieran que ir a los tribunales, lo que dilata cualquier reclamación. Y, en actividades como los restaurantes efímeros —que se organizan en casas o locales itinerantes—, se debería intervenir también para evitar problemas de seguridad alimentaria.
Cañigueral coincide en que ante fenómenos tan novedosos como el consumo colaborativo no valen las viejas reglas, hay que inventar nuevas. “¿Qué nombre le damos a un ciudadano que utiliza algo que sabe hacer para generar un beneficio, monetario o no? Como no es un asalariado ni tampoco un autónomo, le estamos empujando a un limbo que suele caer en la economía sumergida”, dice. “Se podría crear, por ejemplo, la figura del microemprendedor —propone—, aunque todo esto debería pensarse más adelante. Primero hay que hacer estudios independientes, un verdadero análisis de cómo está la situación, antes de sentarse a dictar normas sin conocer el mercado”.
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