Vía El País.
El Palacio Salvo de Montevideo y el Barolo de Buenos Aires son hoy una referencia para los jóvenes artistas
En el máximo apogeo de las economías de Argentina y Uruguay a principios del siglo XX, el arquitecto italiano Mario Palanti diseñó y construyó dos edificios gemelos que debían coronarse por sendos faros destinados a unir las dos capitales con un puente de luz sobre el Río de la Plata.
El sueño de Palanti y de sus generosos auspiciadores, inmigrantes enriquecidos y triunfantes, dejó dos edificios emblemáticos que corrieron una suerte muy diferente: mientras el Barolo se conserva su lustre (algo venido a menos) como lugar de oficinas en Buenos Aires, el Salvo (adorado por los montevideanos) está en plena decadencia.
Los faros comunicados de Palanti nunca vieron la luz por culpa de la curvatura de la tierra, pero sigue siendo una utopía rioplatense que fascina a los amantes de la arquitectura y el arte. La idea de Palanti era que una luz cruzara todo el enorme río —casi 200 kilómetros— y diera la bienvenida a los inmigrantes.
“Los que diseñaron esto eran masones que creían que Europa iba camino de la destrucción de las guerras y Argentina y Uruguay eran el nuevo mundo”, cuenta Mikeas Tharigen, mientras enseña el Barolo a los turistas. Hay mucha leyenda pero lo cierto es que se hicieron mientras Europa salía de la Primera Guerra Mundial y Argentina y Uruguay eran los graneros del mundo.
El Palacio Salvo es el emblema de Montevideo y sigue siendo uno de los edificios más altos de la capital uruguaya (84 metros); El Barolo está inspirado en La divina comedia, la obra cumbre de Dante. El edificio está dividido en tres bloques, como la obra de Dante: Infierno, Purgatorio y Paraíso. En el corazón de la planta baja hay una escultura, “el Águila de Dante”, y varios pisos más arriba una bóveda “para que el alma del artista ascienda hasta allí”.
Los edificios más altos
Hasta 1935 fueron los inmuebles más altos de Sudamérica. La construcción del Barolo, hoy intacto con sus ascensores de época y sus oficinas de arquitectos con vistas a toda la ciudad, arruinó a su dueño, el empresario textil Luis Barolo, que se suicidó sin verlo acabado.
En una de las 400 oficinas, tuvieron su despacho ilustres argentinos y presidentes como Raúl Alfonsín, aunque ahora está venido a menos como todo el centro porteño. Los abogados y empresarios se van al nuevo barrio de Puerto Madero, pero la ciudad trata de recuperar el Barolo y organiza visitas todos los días y hasta una copa de vino en su mítico faro por la noche.
El artista Marcos Valls Cohen considera que el Salvo, financiado por emigrantes italianos enriquecidos, es una esencia montevideana. Desde hace varios años Valls centra su obra en coronar la cúpula del edificio, hoy vacía, proponiendo todo tipo de accesorios (una fresa, una nave espacial) o un moderno rayo de luz. “El Salvo es lo primero que veo cuando me levanto y lo último que miro antes de acostarme. La ventana de mi dormitorio mira hacia el edificio”, asegura Valls Cohen, cuyas obras se exponen actualmente en el Centro Cultural de España.
Detalle del Palacio Salvo. © Claudio Galeno.
En los años 70, el Salvo entró en decadencia: se eliminaron adornos porque los pedazos de hormigón caían. También se cerró su teatro, en el que actuaron Joséphine Baker o Jorge Negrete; actualmente el lugar se utiliza como aparcamiento.
Si se presta atención se pueden apreciar todavía unas piezas de metal sobre la fachada: se trata de pulpos, crustáceos, conchas y todo tipo de animales marinos. Este extraño universo creado por Palanti alimenta todo tipo de hipótesis esotéricas. Se ha escrito que el diseño del edificio habría estado pensado para resistir un segundo diluvio universal, con las aguas llegando hasta la base de la construcción, justamente al nivel de las criaturas marinas de la fachada. Pero para el arquitecto e historiador uruguayo William Rey todas estas leyendas carecen de pruebas documentales y no deben tomarse en serio.
Lo cierto es que con sus torreones góticos y sus interminables pasillos, el Salvo atrae a una fauna urbana variopinta, unos mil vecinos que forman la sociedad anónima propietaria del inmueble. Guillermo Amato y Carolina Zunina forman parte de esta comunidad: “Aquí uno tiene la impresión de que puede suceder cualquier cosa. Los días de tormenta en el salón del piso 13 llueve hacia arriba y si se tira confeti por la ventana del piso 14 los papelillos no bajan, sino que suben y desaparecen”, dicen los jóvenes artistas.
Los proyectos de renovación provocan desconfianza entre los amantes del Salvo: “Hay que preservar el alma del lugar, evitar el blanco impoluto del minimalismo o la estética brillante de los centros comerciales”, dice Carolina, tan fascinada por el edifico como por su decadencia.
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