Por Claudio Galeno-Ibaceta sobre la interacción del arte con la arquitectura, desde Antofagasta y el Norte Grande de Chile. By Claudio Galeno-Ibaceta about the interaction between art and architecture, from Antofagasta and the Large North of Chile.
20.9.12
La frondosa selva de la Bienal de São Paulo
La 30ª edición de la Bienal de Sao Paulo ya está en marcha. Se cumplen así 60 años de una cita trascendental para Latinoamérica y su proyección en el arte de Occidente
fernando castro flórez @ABC_Cultural
Día 13/09/2012 - 19.22h
Una noche de 1953, una serie de museólogos y especialistas en arte son avisados de que llegan a la Bienal de Sao Paulo «unas cajas de cierta importancia» y, sobre todo, un cilindro protegido de la lluvia por la lona de una camión: ahí estaba, nada más y nada menos, el Guernica, una obra que condensaba toda la modernidad vanguardista, sus conflictos y su dimensión utópica, el desgarro político y la llamada a la resistencia civil. Sus «acompañantes» no eran tampoco figuras de rango menor: piezas de Duchamp, Braque y Paul Klee. Había sido la amistad labrada en París entre el pintor brasileño Cícero Días y Picasso lo que posibilitó que este diera el permiso para que la obra abandonara el «refugio» norteamericano en un tiempo en el que el malagueño seguía acechado por los fantasmas franquistas.
Su fama había adquirido una dimensión internacional y su presencia en América Latina tenía el carácter de «legitimación estética». Los promotores de la Bienal paulista habían deseado que estuviera el gran cuadro del Pabellón de la República Española en la Exposición Universal de París (1937) en la primera edición del evento, pero en 1951 tuvieron que contentarse con algunas otras obras que sirvieron como aperitivo. La artista María Bonomi describió la primera Bienal como un gran choque, «pues nadie se imaginaba que tales cosas podrían estar haciéndose en el mundo», y que, «de allí en adelante, también podrían encontrarse en Brasil»: «Comenzó a producirse “materia” para ese encuentro (entre Max Bill, Pollock y Picasso versus Di Cavalcanti y Portinari)». El Museo de Arte Moderno de Sao Paulo, inaugurado en 1947, había sido la entidad promotora, y su director, Cecilio Matarazzo, la cabeza visible que tenía claro que debía seguir el modelo resplandeciente de Venecia.
La segunda edición fue escenario de la batalla entre los defensores de figuración y abstracción
Tan importante era celebrar las «virtudes» del arte moderno cuanto rendir homenaje a la democracia brasileñay las vanguardias «históricas» para establecer la ligazón político-cultural. Brasil acababa de salir de quince largos años de dictadura y necesitaba construir una imagen de futuro, algo que el paradigma moderno ofrecía con creces. Justo cuando Sao Paulo celebraba los 400 años de su fundación, llegaba una inmensa pintura que remitía a una pequeña ciudad vasca destrozada por las tropas fascistas que ensayaban su criminal idea de la guerra. El «símbolo artístico de la libertad reencontrada» se asentaba en tierras brasileñas con la aquiescencia del MoMA y con la complicidad interesadísima de Nelson Rockefeller.
«Una de las exposiciones más complejas»
La primera Bienal de Sao Paulo se inauguró el 20 de octubre de 1951 y exhibió casi 2.000 obras de 730 artistas que representaban a 23 países. Guy Brett ha señalado que la segunda Bienal fue «una de las más complejas exposiciones de arte moderno occidental montadas hasta ese momento». Junto a obras de los más prestigiosos artistas de la vanguardia se contó con la presencia estelar de Walter Gropius, que declaró entusiasmado que en ninguna parte del mundo existían tantos edificios públicos de construcción moderna como en Brasil. El arte concreto de Max Bill había marcado el arranque de los furores bienalísticos brasileños y ahora el programa de Bauhaus recibía los máximos reconocimientos. Mário Pedrosa, figura decisiva entonces, llegó a describir una «liberación» colectiva de los artistas de los viejos corsés académicos: «Desapareció la modorra asfixiante. Los artistas comenzaron a pelear por sus ideas». De hecho, la segunda Bienal fue el escenario crucial de la batalla entre los defensores de la figuración contra los que entendían que la abstracción era el elemento vertebral de la modernidad.
La actual edición da cuenta de la multiplicidad, la recurrencia y la mutación permanente
Leonor Amarante ha trazado la Historia de esta cita desde 1951 a 1987, y Francisco Alambert, junto con Polaina Canhête, ha completado la secuencia que llevó desde la era de los museos al imperio de los curadores. Si Sergio Milliet, principal articulador de la segunda edición, destacaba el elemento «caótico, contradictorio, atrayente y hostil al tiempo» de un arte discutido y discutible, los comisarios del final del siglo XX y comienzos de esta época deprimente han tendido a desplegar «temáticas» inerciales propias de ese magma que describimos como «bienalización». Hemos asistido a una suerte de fascinación «cuasi-académica» por lo antropofágico o se han realizado convocatorias desterrando los pabellones nacionales en las que se apelaba a la formulación barthesiana del «cómo vivir juntos»: incluso Ivo Mesquita llevó la cosa a su grado cero con la «Bienal del vacío» que se abrió con unas soberanas palizas a unos graffiteros que pensaron que el espacio vacante estaba «disponible».
La sombra de Max Bill fue muy alargada y sus «malas lecturas poéticas» (en clave bloomiana) permitieron que se pusiera en marcha una experiencia tan intensa como la del neoconcretismo. Artistas como Oiticica y Lygia Clark «tomaron conciencia del espacio» y fueron capaces de recontextualizar la abstracción en el seno de una sociedad en la que la miseria imponía su ley de la misma forma que los militares estaban acechando para volver a imponer su yugo en 1964.
Artistas decisivos para la actualidad
El Pabellón de la Bienal en el parque de Ibirapuera diseñado por Niemeyer ha alojado durante 30 ediciones a los artistas decisivos de la contemporaneidad pero sobre todo ha permitido el despliegue de una pedagogía del arte que, para los intelectuales y creadores brasileños, siempre debía tener el sentido de comunicar y defender un futuro de libertad. De Portinari a Oteiza, de Cordeiro a la brigada argentina que defendió a Dilma en plena campaña por la presidencia del país, la Bienal de Sao Paolo ha sido capaz de mostrar el reparto de lo sensible propio de un arte esencialmente político. En la edición recién inaugurada, el comisario Luis Pérez-Oramas quiere dar cuenta de la multiplicidad, la recurrencia y la mutación permanente de las poéticas artísticas. En esa «constelación», una expresión a la que recurre en sus textos, tiene sentido tanto lo que está a punto de expresarse intuitivamente cuanto la memoria de lo acontecido. Una formulación evanescente para tiempos en los que posicionamientos fuertes tienen tono de farsa. Tampoco llegan «cajas de cierta importancia» con testimonios del horror presente. A pesar de la inercia glacial y aunque las bienales suelan provocar déjà vu, Sao Paulo, como sismograma artístico y político, bien merece un homenaje.
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