La alemana, que falleció a los 80 años, fue un referente en la segunda mitad del siglo XX por su potente radar para los artistas más jóvenes, sobre los que ejerció gran influencia: Pipilotti Rist, Susy Gómez o Alicia Framis.
Bea Espejo
09 SEPT 2024 - 16:05 CEST
Dicen los manuales de historia del arte que Rebecca Horn (1944-2024), fallecida el pasado sábado a los 80 años en Bad König, en el estado federado de Hesse, es una de las artistas alemanas referentes de la segunda mitad del siglo XX, pionera del arte performativo especialmente para su generación, pero con un radar de alto alcance para otros artistas más jóvenes. Su influencia es visible por doquier y sin ella sería imposible entender hoy las instalaciones de Matthew Barney, los vídeos de trasfondo feminista de Pipilotti Rist, o la escultura de Susy Gómez, Alicia Framis o Ana Laura Aláez.
El porqué está en su carisma como creadora, casi inclasificable. Horn era una artista aventurera, segura de sí misma y ferozmente independiente. Lo más parecido a un verso libre: escultora, dibujante, autora de instalaciones y performances, pero también poeta y directora de cine y ópera. Una mente desenfrenada, quisquillosa con las normas, despegada con las modas y con una imaginación sin límites. Seguramente todo eso hacía que su obra nunca expresaba sus preocupaciones temáticas de forma directa. Sus obras hablan un lenguaje que puede sentirse más que entenderse y se adentra en estados psicológicos desconcertantes que, a veces, ofrece un camino hacia el empoderamiento.
No es poco para una chica reservada, espiritual y pelirroja nacida en la pequeña y lluviosa ciudad de Michelstandt. Sus primeras obras se remontan a los años sesenta, cuando empezó a estudiar en la Academia de Bellas Artes de Hamburgo, que pronto tuvo que frenar por una afección pulmonar que le obligó a dejar la escultura y a dedicarse a dibujar y a coser en un sanatorio. Su mundo era el alcance que le ofrecían sus manos buscando la forma de que trascendieran y se convirtieran en algo distinto. De ahí sus “extensiones corporales”. Así llamaba a cuernos, uñas, penachos de plumas y otras cosas menos reconocibles a primera vista con que vestía a los artistas que luego dibujaba, fotografiaba y ponía en acción mediante performances en una de sus primeras series conocidas: Personal Art (1968-1972).
Aunque si hay una obra icónica de esa época es En Pencil Mask (1972) donde la artista fabricó un artilugio de tela forrado de lápices que se puso en la cara y que luego movía repetidamente alrededor de una pared, creando garabatos mientras lo hacía. Esta extensión del cuerpo, con matices sadomasoquistas, personifica la cualidad erótica de muchas de las obras de Horn. La artista sugiere que los cuerpos de las personas existen en el espacio, que dejan literalmente huellas en su entorno, al tiempo que canaliza una energía malévola exclusiva de toda su obra.
Más tarde, llegaron sus esculturas mecanizadas con objetos de metal, líquidos, espejos y otros materiales que no parecían humanos, pero tampoco inorgánicos. Un lugar creativo que no puede estar más en boga hoy: ese mundo casi futuro lleno de especies, organismos múltiples y audiencias expandidas. Espectadores que Horn convirtió en prisioneros en Chinesische Verlobte (La prometida china, 1977). En los años 80, su obra se hizo más grande y extensa. Para la edición de 1987 de Skulptur Projekte Münster, estrenó The Concert in Reverse (1987) en un lugar donde la Gestapo asesinó a prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial.
Al recorrer esta mazmorra uno se encontraba con embudos que goteaban agua, martillos y elementos sonoros que Horn llamaba “señales de golpes de otro mundo”. Siempre que la crítica decía que su obra era alquímica ella asentía. Su obra empezó a explorar los estados de transformación y a ver el cuerpo como un portal a otras dimensiones. Desde muy joven sintió fascinación por Johann Valentin Andreae, teólogo alemán que escribió sobre alquimia en el siglo XV, y Raymond Roussel, poeta francés del siglo XX cuya obra formó a muchos modernistas. Estas figuras inculcaron en Horn el amor por todo lo fantástico, una pasión que acabó llamando la atención de la artista surrealista Meret Oppenheim, que más tarde se convertiría una de sus mejores amigas y en una de las primeras promotoras de sus películas.
Su paso por el Festival de Cannes, donde proyectó Buster’s Bedroom (1990) coincidió con el despegue de su carrera en Estados Unidos. En 1993, organizó una gran exposición en el Guggenheim de Nueva York, cuyo techo de cristal estaba decorado con Paradiso (1993), dos objetos de plexiglás con forma de senos que periódicamente dejaban caer un líquido blanco. Se la tildó a ella de showman y a la exposición de vodevil, pero Horn estaba por encima de las críticas. Después comería flores en nombre del arte de la performance, esculpiría pianos que soltaban sus teclas y crearía instalaciones que hablaban del mal que acechaba detrás de cada esquina en la Alemania de posguerra.
Su obra nunca fue fácil de ver, pero ganó los máximos galardones en la Documenta y en la Carnegie International, participó en tres ediciones de la Bienal de Venecia, incluida la de 2022 dedicada a Leonora Carrington, y a principios de este año se le dedicó una gran retrospectiva en la Haus der Kunst en Múnich. Aunque si había un lugar donde a ella le gustaba “recibir” era su casa en Pollensa, Mallorca, tan mágica y telúrica como ella, donde pasaba temporadas abrazada por su otra familia en la isla, la galería Pelaires.